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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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entonces por los pobres niños declarados genios por sus padres, que los hacen

cantar en las visitas, imitar voces de pájaros e incluso mentir por divertir. Hoy

me doy cuenta, sin embargo, de que aquella frase tan simple fue mi primer éxito

literario.

Esa era mi vida en 1932, cuando se anunció que las tropas del Perú, bajo el

régimen militar del general Luis Miguel Sánchez Cerro, se habían tomado la

desguarnecida población de Leticia, a orillas del río Amazonas, en el extremo sur

de Colombia. La noticia retumbó en el ámbito del país. El gobierno decretó la

movilización nacional y una colecta pública para recoger de casa en casa las

joyas familiares de más valor. El patriotismo exacerbado por el ataque artero de

las tropas peruanas provocó una respuesta popular sin precedentes. Los

recaudadores no se daban abasto para recibir los tributos voluntarios casa por

casa, sobre todo los anillos matrimoniales, tan estimados por su precio real como

por su valor simbólico.

Para mi, en cambio, fue una de las épocas más felices por lo que tuvo de

desorden. Se rompió el rigor estéril de las escuelas y fue sustituido en las calles y

en las casas por la creatividad popular. Se formó un batallón cívico con lo más

granado de la juventud sin distinciones de razas ni colores, se crearon las brigadas

femeninas de la Cruz Roja, se improvisaron himnos de guerra a muerte contra el

malvado agresor, y un grito unánime retumbó en el ámbito de la patria « ¡Viva

Colombia, abajo el Perú!» .

Nunca supe en qué termino aquella gesta porque al cabo de un cierto tiempo

se aplacaron los ánimos sin explicaciones bastantes. La paz se consolidó con la

muerte del general Sánchez Cerro a manos de algún opositor de su reinado

sangriento, y el grito de guerra se volvió de rutina para celebrar las victorias del

futbol escolar. Pero mis padres, que habían contribuido para la guerra con sus

anillos de boda, no se restablecieron nunca de su candor.

Hasta donde recuerdo, mi vocación por la música se reveló en esos años por

la fascinación que me causaban los acordeoneros con sus canciones de

caminantes. Algunas las sabía de memoria, como las que cantaban a escondidas

las mujeres de la cocina porque mi abuela las consideraba canciones de la

guacherna. Sin embargo mi urgencia de cantar para sentirme vivo me la

infundieron los tangos de Carlos Gardel, que contagiaron a medio mundo. Me

hacia vestir como él, con sombrero de fieltro y bufanda de seda, y no necesitaba

demasiadas súplicas para que soltara un tango a todo pecho. Hasta la mala

mañana en que mi tía Mama me despertó con la noticia de que Gardel había

muerto en el choque de dos aviones en Medellín. Meses antes y o había cantado

« Cuesta abajo» en una velada de beneficiencia, acompañado por las hermanas

Echeverri, bogotanas puras, que eran maestras de maestros y alma de cuanta

velada de beneficiencia y conmemoración patriotica se celebraba en Cataca. Y

canté con tanto carácter que mi madre no se atrevió a contrariarme cuando le

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