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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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invitaba a la función tempranera de su salón Oly mpia, para alarma de la abuela,

que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo

persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía

los olvidos y errores y me ay udaba a reconstruir los episodios difíciles. Eran

atisbos de arte dramático que sin duda de algo me sirvieron, sobre todo cuando

empecé a dibujar tiras cómicas desde antes de aprender a escribir. Al principio

me lo celebraban como gracias pueriles, pero me gustaban tanto los aplausos

fáciles de los adultos, que éstos terminaron por huirme cuando me sentían llegar.

Más tarde me sucedió lo mismo con las canciones que me obligaban a cantar en

bodas y cumpleaños.

Antes de dormir pasábamos un buen rato por el taller del Belga, un anciano

pavoroso que apareció en Aracataca después de la primera guerra mundial, y no

dudo de que fuera belga por el recuerdo que tengo de su acento aturdido y sus

nostalgias de navegante. El otro ser vivo en su casa era un gran danés, sordo y

pederasta, que se llamaba como el presidente de los Estados Unidos: Woodrow

Wilson. Al Belga lo conocí a mis cuatro años, cuando mi abuelo iba a jugar con

él unas partidas de ajedrez mudas e interminables. Desde la primera noche me

asombró que no había en su casa nada que y o supiera para qué servía. Pues era

un artista de todo que sobrevivía entre el desorden de sus propias obras: paisajes

marinos al pastel, fotografías de niños en cumpleaños y primeras comuniones,

copias de joy as asiáticas, figuras hechas con cuernos de vaca, muebles de

épocas y estilos dispersos, encaramados unos encima de otros.

Me llamó la atención su pellejo pegado al hueso, del mismo color amarillo

solar del cabello y con un mechón que le caía en la cara y le estorbaba para

hablar. Fumaba una cachimba de lobo de mar que solo encendía para el ajedrez,

y mi abuelo decía que era una trampa para aturdir al adversario. Tenía un ojo de

vidrio desorbitado que parecía más pendiente del interlocutor que el ojo sano.

Estaba inválido desde la cintura, encorvado hacia delante y torcido hacia su

izquierda, pero navegaba como un pescado por entre los escollos de sus talleres,

más colgado que sostenido en las muletas de palo. Nunca le oí hablar de sus

navegaciones, que al parecer eran muchas e intrépidas. La única pasión que se le

conocía fuera de su casa era la del cine, y no faltaba a ninguna película de

cualquier clase los fines de semana.

Nunca lo quise, y menos durante las partidas de ajedrez en que se demoraba

horas para mover una pieza mientras y o me derrumbaba de sueño. Una noche lo

vi tan desvalido que me asaltó el presagio de que iba a morirse muy pronto, y

sentí lástima por él. Pero con el tiempo llegó a pensar tanto las jugadas que

terminé queriendo de todo corazón que se muriera.

Por esa época el abuelo colgó en el comedor el cuadro del Libertador Simón

Bolívar en cámara ardiente. Me costó trabajo entender que no tuviera el sudario

de los muertos que y o había visto en los velorios, sino que estaba tendido en un

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