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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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para siempre en la memoria. Pero él parecía sobrevivir a todo cada vez más

heroico. Sin embargo, hoy me intriga que su rebeldía no se manifestaba en las

raras épocas en que papá no estuvo en la casa. Me refugié más que nunca en la

sombra del abuelo. Siempre estábamos juntos, durante las mañanas en la platería

o en su oficina de administrador de hacienda, donde me asignó un oficio feliz:

dibujar los hierros de las vacas que se iban a sacrificar, y lo tomaba con tanta

seriedad que me cedía el puesto en el escritorio. A la hora del almuerzo, con

todos los invitados, nos sentábamos siempre en la cabecera, él con su jarro

grande de aluminio para el agua helada y y o con una cuchara de plata que me

servía para todo. Llamaba la atención que si quería un pedazo de hielo metía la

mano en el jarro para cogerlo, y en el agua quedaba una nata de grasa. Mi

abuelo me defendía: « El tiene todos los derechos» .

A las once íbamos a la llegada del tren, pues su hijo Juan de Dios, que seguía

viviendo en Santa Marta, le mandaba una carta cada día con el conductor de

turno, que cobraba cinco centavos. El abuelo la contestaba por otros cinco

centavos en el tren de regreso. En la tarde, cuando bajaba el sol, me llevaba de la

mano a hacer sus diligencias personales, íbamos a la peluquería —que era el

cuarto de hora más largo de la infancia—; a ver los cohetes de las fiestas patrias

—que me aterrorizaban—; a las procesiones de la Semana Santa —con el Cristo

muerto que desde siempre creí de carne y hueso—. Yo usaba entonces una

cachucha a cuadros escoceses, igual a una del abuelo, que Mina me había

comprado para que me pareciera más a él. Tan bien lo logró que el tío Quinte nos

veía como una sola persona con dos edades distintas.

A cualquier hora del día el abuelo me llevaba de compras al comisariato

suculento de la compañía bananera. Allí conocí los pargos, y por primera vez

puse la mano sobre el hielo y me estremeció el descubrimiento de que era frío.

Era feliz comiendo lo que se me antojaba, pero me aburrían las partidas de

ajedrez con el Belga y las conversaciones políticas. Ahora me doy cuenta, sin

embargo, de que en aquellos largos paseos veíamos dos mundos distintos. Mi

abuelo veía el suyo en su horizonte, y y o veía el mío a la altura de mis ojos. Él

saludaba a sus amigos en los balcones y yo anhelaba los juguetes de los

cacharreros expuestos en los andenes.

A la prima noche nos demorábamos en el fragor universal de Las Cuatro

Esquinas, él conversando con don Antonio Daconte, que lo recibía de pie en la

puerta de su tienda abigarrada, y yo asombrado con las novedades del mundo

entero. Me enloquecían los magos de feria que sacaban conejos de los

sombreros, los tragadores de candela, los ventrílocuos que hacían hablar a los

animales, los acordeoneros que cantaban a gritos las cosas que sucedían en la

Provincia. Hoy me doy cuenta de que uno de ellos, muy viejo y con una barba

blanca, podía ser el legendario Francisco el Hombre.

Cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos

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