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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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La víspera de la primera comunión el padre me confesó sin preámbulos,

sentado como un Papa de verdad en la poltrona tronal, y y o arrodillado frente a

él en un cojín de peluche. Mi conciencia del bien y del mal era bastante simple,

pero el padre me asistió con un diccionario de pecados para que y o contestara

cuáles había cometido y cuáles no. Creo que contesté bien hasta que me preguntó

si no había hecho cosas inmundas con animales. Tenía la noción confusa de que

algunos may ores cometían con las burras algún pecado que nunca había

entendido, pero sólo aquella noche aprendí que también era posible con las

gallinas. De ese modo, mi primer paso para la primera comunión fue otro tranco

grande en la pérdida de la inocencia, y no encontré ningún estímulo para seguir

de monaguillo.

Mi prueba de fuego fue cuando mis padres se mudaron para Cataca con Luis

Enrique y Aída, mis otros dos hermanos. Margot, que apenas se acordaba de

papá, le tenía terror. Yo también, pero conmigo fue siempre más cauteloso. Sólo

una vez se quitó el cinturón para azotarme, y y o me paré en posición de firmes,

me mordí los labios y lo miré a los ojos dispuesto a soportar lo que fuera para no

llorar. Él bajó el brazo, y empezó a ponerse el cinturón mientras me recriminaba

entre dientes por lo que había hecho. En nuestras largas conversaciones de

adultos me confesó que le dolía mucho azotarnos, pero que tal vez lo hacía por el

terror de que saliéramos torcidos. En sus buenos momentos era divertido. Le

encantaba contar chistes en la mesa, y algunos muy buenos, pero los repetía

tanto que un día Luis Enrique se levantó y dijo:

—Me avisan cuando acaben de reírse.

Sin embargo, la azotaina histórica fue la noche en que no apareció en la casa

de los padres ni en la de los abuelos, y lo buscaron en medio pueblo hasta que lo

encontraron en el cine. Celso Daza, el vendedor de refrescos, le había servido

uno de zapote a las ocho de la noche y él había desaparecido sin pagar y con el

vaso. La fritanguera le vendió una empanada y lo vio poco después conversando

con el portero del cine, que lo dejó entrar gratis porque le había dicho que su

papá lo esperaba dentro. La película era Drácula, con Carlos Villanas, Lupita

Tovar, dirigida por George Melford. Durante años me contó Luis Enrique su

terror en el instante en que encendieron las luces del teatro cuando el conde

Drácula iba a hincar sus colmillos de vampiro en el cuello de la bella. Estaba en

el sitio más escondido que encontró libre en la galería, y desde allí vio a papá y al

abuelo buscando fila por fila en las lunetas, con el dueño del cine y dos agentes

de la policía. Estaban a punto de rendirse cuando Papalelo lo descubrió en la

última fila del gallinero y lo señaló con el bastón:

—¡Ahí está!

Papá lo sacó agarrado por el pelo, y la cueriza que le dio en la casa quedó

como un escarmiento legendario en la historia de la familia. Mi terror y

admiración por aquel acto de independencia de mi hermano me quedaron vivos

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