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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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porque pensaban que no las entendía, o las que cifraban aposta para que no las

entendiera. Y era todo lo contrario: yo las absorbía como una esponja, las

desmontaba en piezas, las trastocaba para escamotear el origen, y cuando se las

contaba a los mismos que las habían contado se quedaban perplejos por las

coincidencias entre lo que y o decía y lo que ellos pensaban.

A veces no sabía qué hacer con mi conciencia y trataba de disimularlo con

parpadeos rápidos. Tanto era así, que algún racionalista de la familia decidió que

me viera un médico de la vista, el cual atribuy ó mis parpadeos a una afección de

las amígdalas, y me recetó un jarabe de rábano y odado que me vino muy bien

para aliviar a los adultos. La abuela, por su parte, llegó a la conclusión

providencial de que el nieto era adivino. Eso la convirtió en mi víctima favorita,

hasta el día en que sufrió un vahído porque soñé de veras que al abuelo le había

salido un pájaro vivo por la boca. El susto de que se muriera por culpa mía fue el

primer elemento moderador de mi desenfreno precoz. Ahora pienso que no eran

infamias de niño, como podía pensarse, sino técnicas rudimentarias de narrador

en ciernes para hacer la realidad más divertida y comprensible.

Mi primer paso en la vida real fue el descubrimiento del futbol en medio de la

calle o en algunas huertas vecinas. Mi maestro era Luis Carmelo Correa, que

nació con un instinto propio para los deportes y un talento congénito para las

matemáticas. Yo era cinco meses may or, pero él se burlaba de mí porque crecía

más, y más rápido que y o. Empezamos a jugar con pelotas de trapo y alcancé a

ser un buen portero, pero cuando pasamos al balón de reglamento sufrí un golpe

en el estómago con un tiro suy o tan potente, que hasta allí me llegaron las ínfulas.

Las veces en que nos hemos encontrado de adultos he comprobado con una gran

alegría que seguimos tratándonos como cuando éramos niños. Sin embargo, mi

recuerdo más impresionante de esa época fue el paso fugaz del superintendente

de la compañía bananera en un suntuoso automóvil descubierto, junto a una

mujer de largos cabellos dorados, sueltos al viento, y con un pastor alemán

sentado como un rey en el asiento de honor. Eran apariciones instantáneas de un

mundo remoto e inverosímil que nos estaba vedado a los mortales.

Empecé a ay udar la misa sin demasiada credulidad, pero con un rigor que tal

vez me lo abonen como un ingrediente esencial de la fe. Debió ser por esas

buenas virtudes que me llevaron a los seis años con el padre Angarita para

iniciarme en los misterios de la primera comunión. Me cambió la vida.

Empezaron a tratarme como a un adulto, y el sacristán may or me enseñó a

ay udar la misa. Mi único problema fue que no pude entender en qué momento

debía tocar la campana, y la tocaba cuando se me ocurría por pura y simple

inspiración. A la tercera vez, el padre se volvió hacia mí y me ordenó de un

modo áspero que no la tocara más. La parte buena del oficio era cuando el otro

monaguillo, el sacristán y y o nos quedábamos solos para poner orden en la

sacristía y nos comíamos las hostias sobrantes con un vaso de vino.

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