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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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tengo hoy es que la casa con todo lo que tenía dentro sólo existía para él, pues era

un matrimonio ejemplar del machismo en una sociedad matriarcal, en la que el

hombre es rey absoluto de su casa, pero la que gobierna es su mujer. Dicho sin

más vueltas, él era el macho. Es decir: un hombre de una ternura exquisita en

privado, de la cual se avergonzaba en público, mientras que su esposa se

incineraba por hacerlo feliz.

Los abuelos hicieron otro viaje a Barranquilla por los días en que se celebró el

primer centenario de la muerte de Simón Bolívar en diciembre de 1930, para

asistir al nacimiento de mi hermana Aída Rosa, la cuarta de la familia. De

regreso a Cataca llevaron consigo a Margot, con poco más de un año, y mis

padres se quedaron con Luis Enrique y la recién nacida. Me costó trabajo

acostumbrarme al cambio, porque Margot llegó a la casa como un ser de otra

vida, raquítica y montuna, y con un mundo interior impenetrable. Cuando la vio

Abigail —la madre de Luis Carmelo Correa— no entendió que mis abuelos se

hubieran hecho cargo de semejante compromiso. « Esta niña es una

moribunda» , dijo. De todos modos decían lo mismo de mí, porque comía poco,

porque parpadeaba, porque las cosas que contaba les parecían tan enormes que

las creían mentiras, sin pensar que la may oría eran ciertas de otro modo. Sólo

años después me enteré de que el doctor Barboza era el único que me había

defendido con un argumento sabio: « Las mentiras de los niños son señales de un

gran talento» .

Pasó mucho tiempo antes de que Margot se rindiera a la vida familiar. Se

sentaba en el mecedorcito a chuparse el dedo en el rincón menos pensado. Nada

le llamaba la atención, salvo la campana del reloj, que a cada hora buscaba con

sus grandes ojos de alucinada. No lograron que comiera en varios días.

Rechazaba la comida sin dramatismo y a veces la tiraba en los rincones. Nadie

entendía cómo estaba viva sin comer, hasta que se dieron cuenta de que sólo le

gustaban la tierra húmeda del jardín y las tortas de cal que arrancaba de las

paredes con las uñas. Cuando la abuela lo descubrió puso hiél de vaca en los

recodos más apetitosos del jardín y escondió ajíes picantes en las macetas. El

padre Angarita la bautizó en la misma ceremonia con que ratificó el bautismo de

emergencia que me habían hecho al nacer. Lo recibí de pie sobre una silla y

soporté con valor la sal de cocina que el padre me puso en la lengua y la jarra de

agua que me derramó en la cabeza.

Margot, en cambio, se sublevó por los dos con un chillido de fiera herida y

una rebelión del cuerpo entero que padrinos y madrinas lograron controlar a

duras penas sobre la pila bautismal.

Hoy pienso que ella, en su relación conmigo, tenía más uso de razón que los

adultos entre ellos. Nuestra complicidad era tan rara que en más de una ocasión

nos adivinábamos el pensamiento. Una mañana estábamos ella y y o jugando en

el jardín cuando sonó el silbato del tren, como todos los días a las once. Pero esa

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