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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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los huevos de pato, las hortalizas del traspatio. Hizo un corte radical del servicio y

se quedó con las más útiles. El dinero en efectivo terminó por no tener sentido en

la tradición oral de la casa. De modo que cuando tuvieron que comprar un piano

para mi madre a su regreso de la escuela, la tía Pa sacó la cuenta exacta en

moneda doméstica: « Un piano cuesta quinientos huevos» .

En medio de aquella tropa de mujeres evangélicas, el abuelo era para mí la

seguridad completa. Sólo con él desaparecía la zozobra y me sentía con los pies

sobre la tierra y bien establecido en la vida real. Lo raro, pensándolo ahora, es

que y o quería ser como él, realista, valiente, seguro, pero nunca pude resistir la

tentación constante de asomarme al mundo de la abuela. Lo recuerdo rechoncho

y sanguíneo, con unas pocas canas en el cráneo reluciente, bigote de cepillo, bien

cuidado, y unos espejuelos redondos con montura de oro. Era de hablar pausado,

comprensivo y conciliador en tiempos de paz, pero sus amigos conservadores lo

recordaban como un enemigo temible en las contrariedades de la guerra.

Nunca usó uniforme militar, pues su grado era revolucionario y no

académico, pero hasta mucho después de las guerras usaba el liquilique, que era

de uso común entre los veteranos del Caribe. Desde que se promulgó la ley de

pensiones de guerra llenó los requisitos para obtener la suy a, y tanto él como su

esposa y sus herederos más cercanos siguieron esperándola hasta la muerte. Mi

abuela Tranquilina, que murió lejos de aquella casa, ciega, decrépita y medio

venática, me dijo en sus últimos momentos de lucidez: « Muero tranquila, porque

sé que ustedes recibirán la pensión de Nicolasito» .

Fue la primera vez que oí aquella palabra mítica que sembró en la familia el

germen de las ilusiones eternas: la jubilación. Había entrado en la casa antes de

mi nacimiento, cuando el gobierno estableció las pensiones para los veteranos de

la guerra de los Mil Días. El abuelo en persona compuso el expediente, aun con

exceso de testimonios jurados y documentos probatorios, y los llevó él mismo a

Santa Marta para firmar el protocolo de la entrega. De acuerdo con los cálculos

menos alegres, era una cantidad bastante para él y sus descendientes hasta la

segunda generación. « No se preocupen —nos decía la abuela—, la plata de la

jubilación ha de alcanzar para todo» . El correo, que nunca fue algo urgente en la

familia, se convirtió entonces en un enviado de la Divina Providencia.

Yo mismo no conseguí eludirlo, con la carga de incertidumbre que llevaba

dentro. Sin embargo, en ocasiones Tranquilina era de un temple que no

correspondía en nada con su nombre. En la guerra de los Mil Días mi abuelo fue

encarcelado en Riohacha por un primo hermano de ella que era oficial del

ejército conservador. La parentela liberal, y ella misma, lo entendieron como un

acto de guerra ante el cual no valía para nada el poder familiar. Pero cuando la

abuela se enteró de que al marido lo tenían en el cepo como un criminal común,

se le enfrentó al primo con un perrero y lo obligó a entregárselo sano y salvo.

El mundo del abuelo era otro bien distinto. Aun en sus últimos años parecía

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