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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a

Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no

tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre

los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés

vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que

se lo dijo le advirtió: « Vaya con cuidado porque son locos de remate» . Llego a

las doce en punto.

Se abrió paso con su andar ligero por entre las mesas de libros en exhibición,

se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con la sonrisa picara de sus días

mejores, y antes que y o pudiera reaccionar, me dijo:

—Soy tu madre.

Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista.

Tenía cuarenta y cinco años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez

años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había

encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y

atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y

serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de

su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal. Antes de nada, aun

antes de abrazarme, me dijo con su estilo ceremonial de costumbre:

—Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa.

No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros sólo existía una en

el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte

de nacer y donde no volví a vivir después de los ocho años. Acababa de

abandonar la facultad de derecho al cabo de seis semestres, dedicados más que

nada a leer lo que me cay era en las manos y recitar de memoria la poesía

irrepetible del Siglo de Oro español. Había leído y a, traducidos y en ediciones

prestadas, todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de

novelar, y había publicado seis cuentos en suplementos de periódicos, que

merecieron el entusiasmo de mis amigos y la atención de algunos críticos. Iba a

cumplir veintitrés años el mes siguiente, era y a infractor del servicio militar y

veterano de dos blenorragias, y me fumaba cada día, sin premoniciones, sesenta

cigarrillos de tabaco bárbaro. Alternaba mis ocios entre Barranquilla y Cartagena

de Indias, en la costa caribe de Colombia, sobreviviendo a cuerpo de rey con lo

que me pagaban por mis notas diarias en El Heraldo, que era casi menos que

nada, y dormía lo mejor acompañado posible donde me sorprendiera la noche.

Como si no fuera bastante la incertidumbre sobre mis pretensiones y el caos de

mi vida, un grupo de amigos inseparables nos disponíamos a publicar una revista

temeraria y sin recursos que Alfonso Fuenmay or planeaba desde hacía tres años.

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