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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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tirón las sábanas de su cama y se disparó el revólver que el coronel escondía

bajo la almohada para tenerlo a mano mientras dormía. Por la tray ectoria del

proy ectil que se incrustó en el techo se estableció que le había pasado a la abuela

muy cerca de la cara.

Desde que tuve memoria sufrí la tortura matinal de que Mina me cepillara los

dientes, mientras ella gozaba del privilegio mágico de quitarse los suy os para

lavarlos, y dejarlos en un vaso de agua mientras dormía. Convencido de que era

su dentadura natural que se quitaba y ponía por artes guajiras, hice que me

mostrara el interior de la boca para ver cómo era por dentro el revés de los ojos,

del cerebro, de la nariz, de los oídos, y sufrí la desilusión de no ver nada más que

el paladar. Pero nadie me descifró el prodigio y por un buen tiempo me

empeciné en que el dentista me hiciera lo mismo que a la abuela, para que ella

me cepillara los dientes mientras y o jugaba en la calle.

Teníamos una especie de código secreto mediante el cual nos

comunicábamos ambos con un universo invisible. De día, su mundo mágico me

resultaba fascinante, pero en la noche me causaba un terror puro y simple: el

miedo a la oscuridad, anterior a nuestro ser, que me ha perseguido durante toda

la vida en caminos solitarios y aun en antros de baile del mundo entero. En la

casa de los abuelos cada santo tenía su cuarto y cada cuarto tenía su muerto.

Pero la única casa conocida de modo oficial como « La casa del muerto» era la

vecina de la nuestra, y su muerto era el único que en una sesión de espiritismo se

había identificado con su nombre humano: Alfonso Mora. Alguien cercano a él

se tomó el trabajo de identificarlo en los registros de bautismos y defunciones, y

encontró numerosos homónimos, pero ninguno dio señales de ser el nuestro.

Aquélla fue durante años la casa cural, y prosperó el infundio de que el fantasma

era el mismo padre Angarita para espantar a los curiosos que lo espiaban en sus

andanzas nocturnas.

No alcancé a conocer a Meme, la esclava guajira que la familia llevó de

Barrancas y que en una noche de tormenta se escapó con Alirio, su hermano

adolescente, pero siempre oí decir que fueron ellos los que más salpicaron el

habla de la casa con su lengua nativa. Su castellano enrevesado fue asombro de

poetas, desde el día memorable en que encontró los fósforos que se le habían

perdido al tío Juan de Dios y se los devolvió con su jerga triunfal:

—Aquí estoy, fósforo tuy o.

Costaba trabajo creer que la abuela Mina, con sus mujeres despistadas, fuera

el sostén económico de la casa cuando empezaron a fallar los recursos. El

coronel tenía algunas tierras dispersas que fueron ocupadas por colonos cachacos

y él se negó a expulsarlos. En un apuro para salvar la honra de uno de sus hijos

tuvo que hipotecar la casa de Cataca, y le costó una fortuna no perderla. Cuando

y a no hubo para más, Mina siguió sosteniendo la familia a pulso con la panadería,

los animalitos de caramelo que se vendían en todo el pueblo, las gallinas jabadas,

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