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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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que quedó sentado en el suelo» . Hasta entonces no se había dado cuenta el tío

Quinte de que le había acertado en el centro de la frente. Le pregunté qué había

sentido cuando lo vio caer, y me sorprendió su franqueza:

—¡Un inmenso alivio!

Mi último recuerdo de su esposa Wenefrida fue el de una noche de grandes

lluvias en que la exorcizó una hechicera. No era una bruja convencional sino una

mujer simpática, bien vestida a la moda, que espantaba con un ramo de ortigas

los malos humores del cuerpo mientras cantaba un conjuro como una canción de

cuna. De pronto, Nana se retorció con una convulsión profunda, y un pájaro del

tamaño de un pollo y de plumas tornasoladas escapó de entre las sábanas. La

mujer lo atrapó en el aire con un zarpazo maestro y lo envolvió en un trapo negro

que llevaba preparado. Ordenó encender una hoguera en el traspatio, y sin

ninguna ceremonia arrojó el pájaro entre las llamas.

Pero Nana no se repuso de sus males.

Poco después, la hoguera del patio volvió a encenderse cuando una gallina

puso un huevo fantástico que parecía una bola de pimpón con un apéndice como

el de un gorro frigio. Mi abuela lo identificó de inmediato: « Es un huevo de

basilisco» . Ella misma lo arrojó al fuego murmurando oraciones de conjuro.

Nunca pude concebir a los abuelos a una edad distinta de la que tenían en mis

recuerdos de esa época. La misma de los retratos que les hicieron en los albores

de la vejez, y cuy as copias cada vez más desvaídas se han transmitido como un

rito tribal a través de cuatro generaciones prolíficas. Sobre todo los de la abuela

Tranquilina, la mujer más crédula e impresionable que conocí jamás por el

espanto que le causaban los misterios de la vida diaria. Trataba de amenizar sus

oficios cantando con toda la voz viejas canciones de enamorados, pero las

interrumpía de pronto con su grito de guerra contra la fatalidad:

—¡Ave María Purísima!

Pues veía que los mecedores se mecían solos, que el fantasma de la fiebre

puerperal se había metido en las alcobas de las parturientas, que el olor de los

jazmines del jardín era como un fantasma invisible, que un cordón tirado al azar

en el suelo tenía la forma de los números que podían ser el premio may or de la

lotería, que un pájaro sin ojos se había extraviado dentro del comedor y sólo

pudieron espantarlo con La Magnífica cantada. Creía descifrar con claves

secretas la identidad de los protagonistas y los lugares de las canciones que le

llegaban de la Provincia. Se imaginaba desgracias que tarde o temprano

sucedían, presentía quién iba a llegar de Riohacha con un sombrero blanco, o de

Manaure con un cólico que sólo podía curarse con hiél de gallinazo, pues además

de profeta de oficio era curandera furtiva.

Tenía un sistema muy personal para interpretar los sueños propios y ajenos

que regían la conducta diaria de cada uno de nosotros y determinaban la vida de

la casa. Sin embargo, estuvo a punto de morir sin presagios cuando quitó de un

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