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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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por los dormitorios, perturbada desde la medianoche por una tos de ultratumba en

el cuarto vecino.

Francisca Simodosea —la tía Mama—, la generala de la tribu que murió

virgen a los setenta y nueve años, era distinta de todos en sus hábitos y su

lenguaje. Pues su cultura no era de la Provincia, sino del paraíso feudal de las

sabanas de Bolívar, adonde su padre, José María Mejía Vidal, había emigrado

muy joven desde Riohacha con sus artes de orfebrería. Se había dejado crecer

hasta las corvas su cabellera de cerdas retintas que se resistieron a las canas hasta

muy avanzada la vejez. Se la lavaba con aguas de esencias una vez por semana,

y se sentaba a peinarse en la puerta de su dormitorio en un ceremonial sagrado

de varias horas, consumiendo sin sosiego unas calillas de tabaco basto que

fumaba al revés, con el fuego dentro de la boca, como lo hacían las tropas

liberales para no ser descubiertos por el enemigo en la oscuridad de la noche.

También su modo de vestir era distinto, con pollerines y corpiños de hilo

inmaculado y babuchas de pana.

Al contrario del purismo castizo de la abuela, la lengua de Mama era la más

suelta de la jerga popular. No la disimulaba ante nadie ni en circunstancia alguna,

y a cada quien le cantaba las verdades en su cara. Incluida una monja, maestra

de mi madre en el internado de Santa Marta, a quien paró en seco por una

impertinencia baladí: « Usted es de las que confunden el culo con las témporas» .

Sin embargo, siempre se las arregló de tal modo que nunca pareció grosera ni

insultante.

Durante media vida fue la depositaría de las llaves del cementerio, asentaba

y expedía las partidas de defunción y hacía en casa las hostias para la misa. Fue

la única persona de la familia, de cualquier sexo, que no parecía tener atravesada

en el corazón una pena de amor contrariado. Tomamos conciencia de eso una

noche en que el médico se preparaba a ponerle una sonda, y ella se lo impidió

por una razón que entonces no entendí: « Quiero advertirle, doctor, que nunca

conocí hombre» .

Desde entonces seguí oyéndosela con frecuencia, pero nunca me pareció

gloriosa ni arrepentida, sino como un hecho cumplido que no dejó rastro alguno

en su vida. En cambio, era una casamentera redomada que debió sufrir en su

juego doble de hacerle el cuarto a mis padres sin ser desleal con Mina.

Tengo la impresión de que se entendía mejor con los niños que con los

adultos. Fue ella quien se ocupó de Sara Emilia hasta que ésta se mudó sola al

cuarto de los cuadernos de Calleja. Entonces nos acogió a Margot y a mí en su

lugar, aunque la abuela siguió a cargo de mi aseo personal y el abuelo se

ocupaba de mi formación de hombre.

Mi recuerdo más inquietante de aquellos tiempos es el de la tía Petra,

hermana may or del abuelo, que se fue de Riohacha a vivir con ellos cuando se

quedó ciega. Vivía en el cuarto contiguo a la oficina, donde más tarde estuvo la

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