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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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como un tío, desapareció de la casa durante años, y una tarde reapareció sin

motivo, vestido de luto con un traje de paño negro y un sombrero enorme,

también negro, hundido hasta los ojos taciturnos. Al pasar por la cocina dijo que

venía para el entierro, pero nadie lo entendió hasta el día siguiente, cuando llegó

la noticia de que el abuelo acababa de morir en Santa Marta, adonde lo habían

llevado de urgencia y en secreto.

El único de los tíos que tuvo una resonancia pública fue el may or de todos y

el único conservador, José María Valdeblánquez, que había sido senador de la

República durante la guerra de los Mil Días, y en esa condición asistió a la firma

de la rendición liberal en la cercana finca de Neerlandia. Frente a él, en el lado

de los vencidos, estaba su padre.

Creo que la esencia de mi modo de ser y de pensar se la debo en realidad a

las mujeres de la familia y a las muchas de la servidumbre que pastorearon mi

infancia. Eran de carácter fuerte y corazón tierno, y me trataban con la

naturalidad del paraíso terrenal. Entre las muchas que recuerdo, Lucía fue la

única que me sorprendió con su malicia pueril, cuando me llevó al callejón de los

sapos y se alzó la bata hasta la cintura para mostrarme su pelambre cobriza y

desgreñada. Sin embargo, lo que en realidad me llamó la atención fue la mancha

de carate que se extendía por su vientre como un mapamundi de dunas moradas

y océanos amarillos. Las otras parecían arcángeles de la pureza: se cambiaban

de ropa delante de mí, me bañaban mientras se bañaban, me sentaban en mi

bacinilla y se sentaban en las suyas frente a mí para desahogarse de sus secretos,

sus penas, sus rencores, como si yo no entendiera, sin darse cuenta de que lo

sabía todo porque ataba los cabos que ellas mismas me dejaban sueltos.

Chon era de la servidumbre y de la calle. Había llegado de Barrancas con los

abuelos cuando todavía era niña, había acabado de criarse en la cocina pero

asimilada a la familia, y el trato que le daban era el de una tía chaperona desde

que hizo la peregrinación a la Provincia con mi madre enamorada. En sus

últimos años se mudó a un cuarto propio en la parte más pobre del pueblo, por la

gracia de su real gana, y vivía de vender en la calle desde el amanecer las bolas

de maíz molido para las arepas, con un pregón que se volvió familiar en el

silencio de la madrugada: « Las masitas heladas de la vieja Chon…» .

Tenía un bello color de india y desde siempre pareció en los puros huesos, y

andaba a pie descalzo, con un turbante blanco y envuelta en sábanas

almidonadas. Caminaba muy despacio por la mitad de la calle, con una escolta

de perros mansos y callados que avanzaban dando vueltas alrededor de ella.

Terminó incorporada al folclor del pueblo. En unos carnavales apareció un

disfraz idéntico a ella, con sus sábanas y su pregón, aunque no lograron

amaestrar una guardia de perros como la suya. Su grito de las masitas heladas se

volvió tan popular que fue motivo de una canción de acordeoneros. Una mala

mañana dos perros bravos atacaron a los suyos, y éstos se defendieron con tal

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