11.12.2019 Views

Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

You also want an ePaper? Increase the reach of your titles

YUMPU automatically turns print PDFs into web optimized ePapers that Google loves.

casa un grupo de hombres iguales con ropas, polainas y espuelas de jinete, y

todos con una cruz de ceniza pintada en la frente. Eran los hijos engendrados por

el coronel a lo largo de la Provincia durante la guerra de los Mil Días, que iban

desde sus pueblos para felicitarlo por su cumpleaños con más de un mes de

retraso. Antes de ir a la casa habían oído la misa del Miércoles de Ceniza, y la

cruz que el padre Angarita les dibujó en la frente me pareció un emblema

sobrenatural cuyo misterio habría de perseguirme durante años, aun después de

que me familiaricé con la liturgia de la Semana Santa.

La mayoría de ellos había nacido después del matrimonio de mis abuelos.

Mina los registraba con sus nombres y apellidos en una libreta de apuntes desde

que tenía noticia de sus nacimientos, y con una indulgencia difícil terminaba por

asentarlos de todo corazón en la contabilidad de la familia. Pero ni a ella ni a

nadie le fue fácil distinguirlos antes de aquella visita ruidosa en la que cada uno

reveló su modo de ser peculiar. Eran serios y laboriosos, hombres de su casa,

gente de paz, que sin embargo no temían perder la cabeza en el vértigo de la

parranda. Rompieron la vajilla, desgreñaron los rosales persiguiendo un novillo

para mantearlo, mataron a tiros a las gallinas para el sancocho y soltaron un

cerdo ensebado que atropello a las bordadoras del corredor, pero nadie lamentó

esos percances por el ventarrón de felicidad que llevaban consigo.

Seguí viendo con frecuencia a Esteban Carrillo, gemelo de la tía Elvira y

diestro en las artes manuales, que viajaba con una caja de herramientas para

reparar de favor cualquier avería en las casas que visitaba. Con su sentido del

humor y su buena memoria me llenó numerosos vacíos que parecían insalvables

en la historia de la familia. También frecuenté en la adolescencia a mi tío Nicolás

Gómez, un rubio intenso de pecas coloradas que siempre mantuvo muy en alto su

buen oficio de tendero en la antigua colonia penal de Fundación.

Impresionado por mi buena reputación de caso perdido, me despedía con una

bolsa de mercado bien provista para proseguir el viaje. Rafael Arias llegaba

siempre de paso y deprisa en una mula y en ropas de montar, apenas con el

tiempo para un café de pie en la cocina. A los otros los encontré desperdigados en

los viajes de nostalgia que hice más tarde por los pueblos de la Provincia para

escribir mis primeras novelas, y siempre eché de menos la cruz de ceniza en la

frente como una señal inconfundible de la identidad familiar.

Años después de muertos los abuelos y abandonada a su suerte la casa

señorial, llegué a Fundación en el tren de la noche y me senté en el único puesto

de comida abierto a esas horas en la estación.

Quedaba poco que servir, pero la dueña improvisó un buen plato en mi honor.

Era dicharachera y servicial, y en el fondo de esas virtudes mansas me pareció

percibir el carácter fuerte de las mujeres de la tribu. Lo confirmé años después:

la guapa mesonera era Sara Noriega, otra de mis tías desconocidas.

Apolinar, el antiguo esclavo pequeño y macizo a quien siempre recordé

Hooray! Your file is uploaded and ready to be published.

Saved successfully!

Ooh no, something went wrong!