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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Barrancas, a cuántos mató el toro en la corraleja de Fonseca, quién se casó en

Manaure o murió en Riohacha, cómo amaneció el general Socarras que estaba

grave en San Juan del César. En el comisariato de la compañía bananera se

vendían a precios de ocasión las manzanas de California envueltas en papel de

seda, los pargos petrificados en hielo, los jamones de Galicia, las aceitunas

griegas. Sin embargo, nada se comía en casa que no estuviera sazonado en el

caldo de las añoranzas: la malanga para la sopa tenía que ser de Riohacha, el

maíz para las arepas del desay uno debía ser de Fonseca, los chivos eran criados

con la sal de La Guajira y las tortugas y las langostas las llevaban vivas de

Dibuy a.

De modo que la may oría de los visitantes que llegaban a diario en el tren iban

de la Provincia o mandados por alguien de allá. Siempre los mismos apellidos: los

Riasco, los Noguera, los Ovalle, cruzados a menudo con las tribus sacramentales

de los Cotes y los Iguarán. Iban de paso, sin nada más que la mochila al hombro,

y aunque no anunciaran la visita estaba previsto que se quedaban a almorzar.

Nunca he olvidado la frase casi ritual de la abuela al entrar en la cocina: « Hay

que hacer de todo, porque no se sabe qué les gustará a los que vengan» .

Aquel espíritu de evasión perpetua se sustentaba en una realidad geográfica.

La Provincia tenía la autonomía de un mundo propio y una unidad cultural

compacta y antigua, en un cañón feraz entre la Sierra Nevada de Santa Marta y

la sierra del Perijá, en el Caribe colombiano. Su comunicación era más fácil con

el mundo que con el resto del país, pues su vida cotidiana se identificaba mejor

con las Antillas por el tráfico fácil con Jamaica o Curazao, y casi se confundía

con la de Venezuela por una frontera de puertas abiertas que no hacía distinciones

de rangos y colores. Del interior del país, que se cocinaba a fuego lento en su

propia sopa, llegaba apenas el óxido del poder: las ley es, los impuestos, los

soldados, las malas noticias incubadas a dos mil quinientos metros de altura y a

ocho días de navegación por el río Magdalena en un buque de vapor alimentado

con leña.

Aquella naturaleza insular había generado una cultura estanca con carácter

propio que los abuelos implantaron en Cataca. Más que un hogar, la casa era un

pueblo. Siempre había varios turnos en la mesa, pero los dos primeros eran

sagrados desde que cumplí tres años: el coronel en la cabecera y yo en la

esquina de su derecha. Los sitios restantes se ocupaban primero con los hombres

y luego con las mujeres, pero siempre separados. Estas reglas se rompían

durante las fiestas patrias del 20 de julio, y el almuerzo por turnos se prolongaba

hasta que comieran todos. De noche no se servía la mesa, sino que se repartían

tazones de café con leche en la cocina, con la exquisita repostería de la abuela.

Cuando se cerraban las puertas cada quien colgaba su hamaca donde podía, a

distintos niveles, hasta en los árboles del patio.

Una de la grandes fantasías de aquellos años la viví un día en que llegó a la

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