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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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prusiano y una escopetita de juguete, viendo desfilar bajo los almendros el

batallón de cachacos sudorosos. Uno de los oficiales que los comandaba en

uniforme de parada me saludó al pasar:

—Adiós, capitán Gabi.

El recuerdo es nítido, pero no hay ninguna posibilidad de que sea cierto. El

uniforme, el casco y la escopeta coexistieron, pero unos dos años después de la

huelga cuando ya no había tropas de guerra en Cataca. Múltiples casos como ése

me crearon en casa la mala reputación de que tenía recuerdos intrauterinos y

sueños premonitorios.

Ése era el estado del mundo cuando empecé a tomar conciencia de mi

ámbito familiar y no logro evocarlo de otro modo: pesares, añoranzas,

incertidumbres, en la soledad de una casa inmensa. Durante años me pareció que

aquella época se me había convertido en una pesadilla recurrente de casi todas

las noches, porque amanecía con el mismo terror que en el cuarto de los santos.

Durante la adolescencia, interno en un colegio helado de los Andes, despertaba

llorando en medio de la noche. Necesité esta vejez sin remordimientos para

entender que la desdicha de los abuelos en la casa de Cataca fue que siempre

estuvieron encallados en sus nostalgias, y tanto más cuanto más se empeñaban en

conjurarlas. Más simple aun: estaban en Cataca pero seguían viviendo en la

provincia de Padilla, que todavía llamamos la Provincia, sin más datos, como si

no hubiera otra en el mundo. Tal vez sin pensarlo siquiera, habían construido la

casa de Cataca como una réplica ceremonial de la casa de Barrancas, desde

cuy as ventanas se veía, al otro lado de la calle, el cementerio triste donde y acía

Medardo Pacheco.

En Cataca eran amados y complacidos, pero sus vidas estaban sometidas a la

servidumbre de la tierra en que nacieron. Se atrincheraron en sus gustos, sus

creencias, sus prejuicios, y cerraron filas contra todo lo que fuera distinto.

Sus amistades más próximas eran antes que nadie las que llegaban de la

Provincia. La lengua doméstica era la que sus abuelos habían traído de España a

través de Venezuela en el siglo anterior, revitalizada con localismos caribes,

africanismos de esclavos y retazos de la lengua guajira, que iban filtrándose gota

a gota en la nuestra. La abuela se servía de ella para despistarme sin saber que

y o la entendía mejor por mis tratos directos con la servidumbre. Aún recuerdo

muchos: atunkeshi, tengo sueño; jamusaitshi taya, tengo hambre; ipuwots, la

mujer encinta; arijuna, el forastero, que mi abuela usaba en cierto modo para

referirse al español, al hombre blanco y en fin de cuentas al enemigo. Los

guajiros, por su lado, hablaron siempre una especie de castellano sin huesos con

destellos radiantes, como el dialecto propio de Chon, con una precisión viciosa

que mi abuela le prohibió porque remitía sin remedio a un equívoco: « Los labios

de la boca» .

El día estaba incompleto mientras no llegaran las noticias de quién nació en

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