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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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la ruta bárbara de las estribaciones de la Sierra Nevada en mulas y carretas, a

través de la vasta provincia de Padilla.

« Hubiera preferido morirme» , me dijo mi madre el día en que fuimos a

vender la casa. Y lo había intentado de veras, encerrada con tranca en su cuarto,

a pan y agua durante tres días, hasta que se le impuso el terror reverencial que

sentía por su padre. Gabriel Eligio se dio cuenta de que la tensión había llegado a

sus límites, y tomó una decisión también extrema pero manejable. Atravesó la

calle a zancadas desde la casa del doctor Barboza, hasta la sombra de los

almendros y se plantó frente a las dos mujeres, que lo esperaron aterradas con la

labor en el regazo.

—Hágame el favor de dejarme solo un momento con la señorita —le dijo a

la tía Francisca—. Tengo algo importante que decirle a ella sola.

—¡Atrevido! —le replicó la tía—. No hay nada de ella que yo no pueda oír.

—Entonces no se lo digo —dijo él—, pero le advierto que usted será

responsable de lo que pase.

Luisa Santiaga le suplicó a la tía que los dejara solos, y asumió el riesgo.

Entonces Gabriel Eligio le expresó su acuerdo de que hiciera el viaje con sus

padres, en la forma y por el tiempo que fuera, pero con la condición de que le

prometiera bajo la gravedad del juramento que se casaría con él. Ella lo hizo

complacida y agregó de su cuenta y riesgo que sólo la muerte podría

impedírselo.

Ambos tuvieron casi un año para demostrar la seriedad de sus promesas, pero

ni el uno ni la otra se imaginaban cuánto iba a costarles. La primera parte del

viaje en una caravana de arrieros duró dos semanas a lomo de mula por las

cornisas de la Sierra Nevada. Los acompañaba Chon —diminutivo afectuoso de

Encarnación—, la criada de Wenefrida, que se incorporó a la familia desde que

se fueron de Barrancas. El coronel conocía de sobra aquella ruta escarpada,

donde había dejado un rastro de hijos en las noches desperdigadas de sus guerras,

pero su esposa la había preferido sin conocerla por los malos recuerdos de la

goleta. Para mi madre, que además montaba una mula por primera vez, fue una

pesadilla de soles desnudos y aguaceros feroces, con el alma en un hilo por el

vaho adormecedor de los precipicios. Pensar en un novio incierto, con sus trajes

de medianoche y el violín de madrugada, parecía una burla de la imaginación.

Al cuarto día, incapaz de sobrevivir, amenazó a la madre con tirarse al precipicio

si no volvían a casa. Mina, más asustada que ella, lo decidió. Pero el patrón de la

cordada le demostró en el mapa que regresar o proseguir daba lo mismo. El

alivio les llegó a los once días, cuando divisaron desde la última cornisa la llanura

radiante de Valledupar.

Antes de que culminara la primera etapa, Gabriel Eligio se había asegurado

una comunicación permanente con la novia errante, gracias a la complicidad de

los telegrafistas de los siete pueblos donde ella y su madre iban a demorarse

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