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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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borrasca. Le confesó que con una de ellas, siendo telegrafista en la población de

Achí a los dieciocho años, había tenido un hijo, Abelardo, que iba a cumplir tres.

Con otra, siendo telegrafista de Ayapel, a los veinte años, tenía una hija de meses

a la que no conocía y se llamaba Carmen Rosa. A la madre de ésta le había

prometido volver para casarse, y mantenía vivo el compromiso cuando se le

torció el rumbo de la vida por el amor de Luisa Santiaga. Al mayor lo había

reconocido ante notario, y más tarde lo haría con la hija, pero no eran más que

formalidades bizantinas sin consecuencia alguna ante la ley. Es sorprendente que

aquella conducta irregular pudiera causarle inquietudes morales al coronel

Márquez, que además de sus tres hijos oficiales había tenido otros nueve de

distintas madres, antes y después del matrimonio, y todos eran recibidos por su

esposa como si fueran suyos.

No me es posible establecer cuándo tuve las primeras noticias de estos

hechos, pero en todo caso las transgresiones de los antepasados no me

importaban para nada. En cambio, los nombres de la familia me llamaban la

atención porque me parecían únicos. Primero los de la línea materna:

Tranquilina, Wenefrida, Francisca Simodosea. Más tarde, el de mi abuela

paterna: Argemira, y los de sus padres: Lozana y Aminadab. Tal vez de allí me

viene la creencia firme de que los personajes de mis novelas no caminan con sus

propios pies mientras no tengan un nombre que se identifique con su modo de ser.

Las razones contra Gabriel Eligio se agravaban por ser miembro activo del

Partido Conservador, contra el cual había peleado sus guerras el coronel Nicolás

Márquez. La paz estaba hecha sólo a medias desde la firma de los acuerdos de

Neerlandia y Wisconsin, pues el centralismo primíparo seguía en el poder y

había de pasar todavía mucho tiempo antes de que godos y liberales dejaran de

mostrarse los dientes. Quizás el conservatismo del pretendiente era más por

contagio familiar que por convicción doctrinaria, pero lo tomaban más en cuenta

que otros signos de su buena índole, como su inteligencia siempre alerta y su

honradez probada.

Papá era un hombre difícil de vislumbrar y complacer. Siempre fue mucho

más pobre de lo que parecía y tuvo a la pobreza como un enemigo abominable al

que nunca se resignó ni pudo derrotar. Con el mismo coraje y la misma dignidad

sobrellevó la contrariedad de sus amores con Luisa Santiaga, en la trastienda de

la telegrafía de Aracataca, donde siempre tuvo colgada una hamaca para dormir

solo. Sin embargo, también tenía a su lado un catre de soltero con los resortes

bien aceitados para lo que le deparara la noche. En una época tuve una cierta

tentación por sus costumbres de cazador furtivo, pero la vida me enseñó que es la

forma más árida de la soledad, y sentí una gran compasión por él.

Hasta muy poco antes de su muerte le oí contar que uno de aquellos días

difíciles tuvo que ir con varios amigos a la casa del coronel, y a todos los

invitaron a sentarse, menos a él. La familia de ella lo negó siempre y se lo

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