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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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regreso a casa, y en la forma en que Luisa Santiaga le estrechó la mano al

saludarlo sintió algo como una seña masónica que él interpretó como un mensaje

de amor. Ella lo negó siempre con el pudor y el rubor con que evocaba aquellos

años. Pero la verdad es que desde entonces se les vio juntos con menos

reticencias. Sólo le faltaba el final que le dio la tía Francisca la semana siguiente,

mientras cosían en el corredor de las begonias:

—Ya Mina lo sabe.

Luisa Santiaga dijo siempre que fue la oposición de la familia lo que hizo

saltar los diques del torrente que llevaba reprimido en el corazón desde la noche

en que dejó al pretendiente plantado en mitad del baile. Fue una guerra

encarnizada. El coronel intentó mantenerse al margen, pero no pudo eludir la

culpa que Mina le echó en cara cuando se dio cuenta de que tampoco él era tan

inocente como aparentaba. Para todo el mundo parecía claro que la intolerancia

no era de él sino de ella, cuando en realidad estaba inscrita en el código de la

tribu, para quien todo novio era un intruso. Este prejuicio atávico, cuyos rescoldos

perduran, ha hecho de nosotros una vasta hermandad de mujeres solteras y

hombres desbraguetados con numerosos hijos callejeros.

Los amigos se dividieron según la edad, a favor o en contra de los

enamorados, y a quienes no tenían una posición radical se la impusieron los

hechos. Los jóvenes se hicieron cómplices jubilosos. Sobre todo de él, que

disfrutó a placer con su condición de víctima propiciatoria de los prejuicios

sociales. En cambio la mayoría de los adultos veían a Luisa Santiaga como la

prenda más preciada de una familia rica y poderosa, a la que un telegrafista

advenedizo no pretendía por amor sino por interés. Ella misma, de obediente y

sumisa que había sido, se enfrentó a sus opositores con una ferocidad de leona

parida. En la más ácida de sus muchas disputas domésticas, Mina perdió los

estribos y levantó contra la hija el cuchillo de la panadería. Luisa Santiaga la

afrontó impávida. Consciente de pronto del ímpetu criminal de su cólera, Mina

soltó el cuchillo y gritó espantada: « ¡Dios mío!» . Y puso la mano en las brasas

del fogón como una penitencia brutal.

Entre los argumentos fuertes contra Gabriel Eligio estaba su condición de hijo

natural de una soltera que lo había tenido a la módica edad de catorce años por

un tropiezo casual con un maestro de escuela. Se llamaba Argemira García

Paternina, una blanca esbelta de espíritu libre que tuvo otros cinco hijos y dos

hijas de tres padres distintos con los que nunca se casó ni convivió bajo un mismo

techo. Vivía en la población de Sincé, donde había nacido, y estaba criando a su

prole con las uñas y con un ánimo independiente y alegre que bien hubiéramos

querido sus nietos para un Domingo de Ramos. Gabriel Eligio era un ejemplar

distinguido de aquella estirpe descamisada. Desde los diecisiete años había tenido

cinco amantes vírgenes, según le reveló a mi madre como un acto de penitencia

en su noche de bodas a bordo de la azarosa goleta de Riohacha vapuleada por la

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