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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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frecuente en los almuerzos familiares. La tía Francisca, oriunda del Carmen de

Bolívar, lo adoptó sin reservas cuando supo que había nacido en Sincé, un pueblo

cercano al suyo. Luisa Santiaga se divertía en las fiestas sociales con sus

artimañas de seductor, pero nunca le pasó por la mente que él pretendiera algo

más. Al contrario: sus buenas relaciones se fincaron sobre todo en que ella le

servía de pantalla en sus amores escondidos con una compañera del colegio, y

había aceptado apadrinarlo en la boda. Desde entonces él la llamaba madrina y

ella lo llamaba ahijado. En ese tono es fácil imaginarse cuál sería la sorpresa de

Luisa Santiaga una noche de baile en la que el telegrafista atrevido se quitó la flor

que llevaba en el ojal de la solapa, y le dijo:

—Le entrego mi vida en esta rosa.

No fue una improvisación, me dijo él muchas veces, sino que después de

conocer a todas había llegado a la conclusión de que Luisa Santiaga estaba hecha

para él. Ella entendió la rosa como una más de las bromas galantes que él solía

hacer a sus amigas. Tanto, que al salir la dejó olvidada en cualquier parte y él se

dio cuenta. Ella había tenido un solo pretendiente secreto, poeta sin suerte y buen

amigo, que nunca logró llegarle al corazón con sus versos ardientes. Sin embargo,

la rosa de Gabriel Eligio le perturbó el sueño con una furia inexplicable. En

nuestra primera conversación formal sobre sus amores, ya cargada de hijos, me

confesó: « No podía dormir por la rabia de estar pensando en él, pero lo que más

rabia me daba era que mientras más rabia sentía, más pensaba» . En el resto de

la semana resistió a duras penas el terror de verlo y el tormento de no poder

verlo. De madrina y ahijado que habían sido pasaron a tratarse como

desconocidos. Una de esas tardes, mientras cosían bajo los almendros, la tía

Francisca azuzó a la sobrina con su malicia india:

—Me han dicho que te dieron una rosa.

Pues, como suele ser, Luisa Santiaga sería la última en enterarse de que las

tormentas de su corazón eran y a del dominio público. En las numerosas

conversaciones que sostuve con ella y con mi padre, estuvieron de acuerdo en

que el amor fulminante tuvo tres ocasiones decisivas. La primera fue un

Domingo de Ramos en la misa mayor. Ella estaba sentada con la tía Francisca en

un escaño del lado de la Epístola, cuando reconoció los pasos de sus tacones

flamencos en los ladrillos del piso y lo vio pasar tan cerca que percibió la ráfaga

tibia de su loción de novio. La tía Francisca no parecía haberlo visto y él tampoco

pareció haberlas visto. Pero en verdad todo fue premeditado por él, que las había

seguido cuando pasaron por la telegrafía. Permaneció de pie junto a la columna

más cercana de la puerta, de modo que él la veía a ella de espaldas pero ella no

podía verlo. Al cabo de unos minutos intensos Luisa Santiaga no resistió la

ansiedad, y miró hacia la puerta por encima del hombro. Entonces crey ó morir

de rabia, pues él estaba mirándola, y sus miradas se encontraron. « Era justo lo

que yo había planeado» , decía mi padre, feliz, cuando me repetía el cuento en su

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