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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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amor por el joven y altivo telegrafista de Aracataca.

La historia de esos amores contrariados fue otro de los asombros de mi

juventud. De tanto oírla contada por mis padres, juntos y separados, la tenía casi

completa cuando escribí La hojarasca, mi primera novela, a los veintisiete años,

pero también era consciente de que todavía me faltaba mucho que aprender

sobre el arte de novelar. Ambos eran narradores excelentes, con la memoria feliz

del amor, pero llegaron a apasionarse tanto sus relatos que cuando al fin me

decidí a usarla en El amor en los tiempos del cólera, con más de cincuenta años,

no pude distinguir los límites entre la vida y la poesía.

De acuerdo con la versión de mi madre se habían encontrado por primera

vez en el velorio de un niño que ni él ni ella lograron precisarme. Ella estaba

cantando en el patio con sus amigas, de acuerdo con la costumbre popular de

sortear con canciones de amor las nueve noches de los inocentes. De pronto, una

voz de hombre se incorporó al coro. Todas se volvieron a mirarlo y se quedaron

perplejas ante su buena pinta. « Vamos a casarnos con él» , cantaron en estribillo

al compás de las palmas. A mi madre no la impresionó, y así lo dijo: « Me

pareció un forastero más» . Y lo era.

Acababa de llegar de Cartagena de Indias después de interrumpir los estudios

de medicina y farmacia por falta de recursos, y había emprendido una vida un

tanto trivial por varios pueblos de la región, con el oficio reciente de telegrafista.

Una foto de esos días lo muestra con un aire equívoco de señorito pobre. Llevaba

un vestido de tafetán oscuro con un saco de cuatro botones, muy ceñido a la

moda del día, con cuello duro, corbata ancha y un sombrero canotié. Llevaba

además unos espejuelos de moda, redondos y con montura fina, y vidrios

naturales. Quienes lo conocieron en esa época lo veían como un bohemio

trasnochador y mujeriego, que sin embargo no se bebió un trago de alcohol ni se

fumó un cigarrillo en su larga vida.

Fue la primera vez que mi madre lo vio. En cambio él la había visto en la

misa de ocho del domingo anterior, custodiada por la tía Francisca Simodosea

que fue su dama de compañía desde que regresó del colegio. Había vuelto a

verlas el martes siguiente, cosiendo bajo los almendros en la puerta de la casa, de

modo que la noche del velorio sabía ya que era la hija del coronel Nicolás

Márquez, para quien llevaba varias cartas de presentación.

También ella supo desde entonces que era soltero y enamoradizo, y tenía un

éxito inmediato por su labia inagotable, su versificación fácil, la gracia con que

bailaba la música de moda y el sentimentalismo premeditado con que tocaba el

violín. Mi madre me contaba que cuando uno lo oía de madrugada no se podían

resistir las ganas de llorar. Su tarjeta de presentación en sociedad había sido

« Cuando el baile se acabó» , un valse de un romanticismo agotador que él llevó

en su repertorio y se volvió indispensable en las serenatas. Estos salvoconductos

cordiales y su simpatía personal le abrieron las puertas de la casa y un lugar

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