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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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fugitivo por la zona bananera y reveló en un libro magistral los horrores de su

cautiverio. Gracias a todos —buenos y malos—, Aracataca fue desde sus

orígenes un país sin fronteras.

Pero la colonia inolvidable para nosotros fue la venezolana, en una de cuy as

casas se bañaban a baldazos en las albercas glaciales del amanecer dos

estudiantes adolescentes en vacaciones: Rómulo Betancourt y Raúl Leoni, que

medio siglo después serían presidentes sucesivos de su país. Entre los

venezolanos, la más cercana a nosotros fue misia Juana de Freytes, una matrona

rozagante que tenía el don bíblico de la narración. El primer cuento formal que

conocí fue « Genoveva de Brabante» , y se lo escuché a ella junto con las obras

maestras de la literatura universal, reducidas por ella a cuentos infantiles: la

Odisea, Orlando furioso, Don Quijote, El conde de Montecristo y muchos

episodios de la Biblia.

La casta del abuelo era una de las más respetables pero también la menos

poderosa. Sin embargo, se distinguía por una respetabilidad reconocida aun por

los jerarcas nativos de la compañía bananera. Era la de los veteranos liberales de

las guerras civiles, que se quedaron allí después de los dos últimos tratados, con el

buen ejemplo del general Benjamín Herrera, en cuya finca de Neerlandia se

escuchaban en la tardes los valses melancólicos de su clarinete de paz.

Mi madre se hizo mujer en aquel moridero y ocupó el espacio de todos los

amores desde que el tifo se llevó a Margarita María Miniata. También ella era

enfermiza. Había crecido en una infancia incierta de fiebres tercianas, pero

cuando se curó de la última fue del todo y para siempre, con una salud que le

permitió celebrar los noventa y siete años con once hijos suyos y cuatro más de

su esposo, y con sesenta y cinco nietos, ochenta y ocho bisnietos y catorce

tataranietos. Sin contar los que nunca se supieron. Murió de muerte natural el 9 de

junio de 2002 a las ocho y media de la noche, cuando ya estábamos

preparándonos para celebrar su primer siglo de vida, y el mismo día y casi a la

misma hora en que puse el punto final de estas memorias.

Había nacido en Barrancas el 25 de julio de 1905, cuando la familia

empezaba a reponerse apenas del desastre de las guerras. El primer nombre se lo

pusieron en memoria de Luisa Mejía Vidal, la madre del coronel, que aquel día

cumplía un mes de muerta. El segundo le cayó en suerte por ser el día del apóstol

Santiago, el Mayor, decapitado en Jerusalén. Ella ocultó este nombre durante

media vida, porque le parecía masculino y aparatoso, hasta que un hijo infidente

la delató en una novela. Fue una alumna aplicada salvo en la clase de piano, que

su madre le impuso porque no podía concebir una señorita decente que no fuera

una pianista virtuosa. Luisa Santiaga lo estudió por obediencia durante tres años y

lo abandonó en un día por el tedio de los ejercicios diarios en el bochorno de la

siesta. Sin embargo, la única virtud que le sirvió en la flor de sus veinte años fue

la fuerza de su carácter, cuando la familia descubrió que estaba arrebatada de

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