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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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para un hotel de tercera clase, pero bien respaldado por mis reservas bancarias.

El regreso estaba previsto para unas cinco semanas, pero no sé por qué rara

premonición repartí entre los amigos todo lo que era mío en el apartamento,

incluida una estupenda biblioteca de cine que había reunido en dos años con la

asesoría de Álvaro Cepeda y Luis Vicens.

El poeta Jorge Gaitán Duran llegó a despedirse cuando estaba rompiendo

papeles inútiles, y tuvo la curiosidad de revisar la canasta de la basura por si

encontraba algo que pudiera servirle para su revista. Rescató tres o cuatro

cuartillas rasgadas por la mitad y las ley ó apenas mientras las armaba como un

rompecabezas sobre el escritorio. Me preguntó de dónde habían salido y le

contesté que era el « Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo» , eliminado

en el primer borrador de La hojarasca. Le advertí que no era inédito, porque lo

habían publicado en Crónica y en el « Magazine Dominical» de El Espectador,

con el mismo título puesto por mí y con una autorización que no recordaba haber

dado deprisa en un ascensor. A Gaitán Duran no le importó y lo publicó en el

siguiente número de la revista Mito.

La despedida de la víspera en casa de Guillermo Cano fue tan tormentosa que

cuando llegué al aeropuerto ya se había ido el avión de Cartagena, donde

dormiría esa noche para despedirme de la familia. Por fortuna alcancé otro al

mediodía. Hice bien, porque el ambiente doméstico se había distendido desde la

última vez, y mis padres y hermanos se sentían capaces de sobrevivir sin el bote

de remos que yo iba a necesitar más que ellos en Europa.

Viajé a Barranquilla por carretera al día siguiente muy temprano para tomar

el vuelo de París a las dos de la tarde. En la terminal de buses de Cartagena me

encontré con Lácides, el portero inolvidable del Rascacielos, a quien no veía

desde entonces. Se me echó encima con un abrazo de verdad y los ojos en

lágrimas, sin saber qué decir ni cómo tratarme. Al final de un intercambio

atropellado, porque su autobús llegaba y el mío se iba, me dijo con un fervor que

me dio en el alma:

—Lo que no entiendo, don Gabriel, es por qué no me dijo nunca quién era

usted.

—Ay, mi querido Lácides —le contesté, más adolorido que él—, no podía

decírselo porque todavía hoy ni yo mismo sé quién soy yo.

Horas después, en el taxi que me llevaba al aeropuerto de Barranquilla bajo

el ingrato cielo más transparente que ningún otro del mundo, caí en la cuenta de

que estaba en la avenida Veinte de Julio. Por un reflejo que y a formaba parte de

mi vida desde hacía cinco años miré hacia la casa de Mercedes Barcha. Y allí

estaba, como una estatua sentada en el portal, esbelta y lejana, y puntual en la

moda del año con un vestido verde de encajes dorados, el cabello cortado como

alas de golondrinas y la quietud intensa de quien espera a alguien que no ha de

llegar. No pude eludir el frémito de que iba a perderla para siempre un jueves de

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