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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Cano me preguntó sin preámbulos qué pensaba hacer el miércoles próximo.

Como no tenía ningún plan me dijo con su flema de costumbre que preparara

mis papeles para viajar como enviado especial del periódico a la Conferencia de

los Cuatro Grandes, que se reunía la semana siguiente en Ginebra.

Lo primero que hice fue llamar por teléfono a mi madre. La noticia le

pareció tan grande que me preguntó si me refería a alguna finca que se llamaba

Ginebra. « Es una ciudad de Suiza» , le dije. Sin inmutarse, con su serenidad

interminable para asimilar los estropicios menos pensados de sus hijos, me

preguntó hasta cuándo estaría allá, y le contesté que volvería a más tardar en dos

semanas. En realidad iba sólo por los cuatro días que duraba la reunión. Sin

embargo, por razones que no tuvieron nada que ver con mi voluntad, no me

demoré dos semanas sino casi tres años. Entonces era y o quien necesitaba el bote

de remos aunque sólo fuera para comer una vez al día, pero me cuidé bien de

que no lo supiera la familia. Alguien pretendió en alguna ocasión perturbar a mi

madre con la perfidia de que su hijo vivía como un príncipe en París después de

engañarla con el cuento de que sólo estaría allá dos semanas.

—Gabito no engaña a nadie —le dijo ella con una sonrisa inocente—, lo que

pasa es que a veces hasta Dios tiene que hacer semanas de dos años.

Nunca había caído en la cuenta de que era un indocumentado tan real como

los millones desplazados por la violencia. No había votado nunca por falta de una

cédula de ciudadanía. En Barranquilla me identificaba con mi credencial de

redactor de El Heraldo, donde tenía una falsa fecha de nacimiento para eludir el

servicio militar, del cual era infractor desde hacía dos años. En casos de

emergencia me identificaba con una tarjeta postal que me dio la telegrafista de

Zipaquirá. Un amigo providencial me puso en contacto con el gestor de una

agencia de viajes que se comprometió a embarcarme en el avión en la fecha

indicada, mediante el pago adelantado de doscientos dólares y mi firma al calce

de diez hojas en blanco de papel sellado. Así me enteré por carambola de que mi

saldo bancario era una cantidad sorprendente que no había tenido tiempo de

gastarme por mis afanes de reportero. El único gasto, aparte de los míos

personales que no sobrepasaban los de un estudiante pobre, era el envío mensual

del bote de remos para la familia.

La víspera del vuelo, el gestor de la agencia de viajes cantó frente a mí el

nombre de cada documento a medida que los ponía sobre el escritorio para que

no los confundiera: la cédula de identidad, la libreta militar, los recibos de paz y

salvo con la oficina de impuestos y los certificados de vacuna contra la viruela y

la fiebre amarilla. Al final me pidió una propina adicional para el muchacho

escuálido que se había vacunado las dos veces a nombre mío, como se vacunaba

a diario desde hacía años para los clientes apresurados.

Viajé a Ginebra con el tiempo justo para la conferencia inaugural de

Eisenhower, Bulganin, Edén y Faure, sin más idiomas que el castellano y viáticos

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