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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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del hotel Continental. Allí estaba, con un viejo y serio amigo suyo, que acababa

de presentarle a su acompañante, un albino absoluto en ropas de obrero, con una

cabellera y unas cejas tan blancas que parecía deslumbrado hasta en la

penumbra del bar. El amigo de Salgar, que era un empresario conocido, lo

presentó como un ingeniero de minas que estaba haciendo excavaciones en un

terreno baldío a doscientos metros de El Espectador, en busca de un tesoro de

fábula que había pertenecido al general Simón Bolívar. Su acompañante —muy

amigo de Salgar como lo fue mío desde entonces— nos garantizó la verdad de la

historia. Era sospechosa por su sencillez: cuando el Libertador se disponía a

continuar su último viaje desde Cartagena, derrotado y moribundo, se supone que

prefirió no llevar un cuantioso tesoro personal que había acumulado durante las

penurias de sus guerras como una reserva merecida para una buena vejez.

Cuando se disponía a continuar su viaje amargo —no se sabe si a Caracas o a

Europa— tuvo la prudencia de dejarlo escondido en Bogotá, bajo la protección

de un sistema de códigos lacedomónicos muy propio de su tiempo, para

encontrarlo cuando le fuera necesario y desde cualquier parte del mundo.

Recordé estas noticias con una ansiedad irresistible mientras escribía El general

en su laberinto, donde la historia del tesoro habría sido esencial, pero no logré los

suficientes datos para hacerla creíble, y en cambio me pareció deleznable como

ficción. Esa fortuna de fábula, nunca rescatada por su dueño, era lo que el

buscador buscaba con tanto ahínco. No entendí por qué nos la habían revelado,

hasta que Salgar me explicó que su amigo, impresionado por el relato del

náufrago, quiso ponernos en antecedentes para que la siguiéramos al día hasta

que pudiera publicarse con igual despliegue.

Fuimos al terreno. Era el único baldío al occidente del parque de los

Periodistas y muy cerca de mi nuevo apartamento. El amigo nos explicó sobre

un mapa colonial las coordenadas del tesoro en detalles reales de los cerros de

Monserrate y Guadalupe. La historia era fascinante y el premio sería una noticia

tan explosiva como la del náufrago, y con mayor alcance mundial.

Seguimos visitando el lugar con cierta frecuencia para mantenernos al día,

escuchábamos al ingeniero durante horas interminables a base de aguardiente y

limón, y nos sentíamos cada vez más lejos del milagro, hasta que pasó tanto

tiempo que no nos quedó ni la ilusión. Lo único que pudimos sospechar más tarde

fue que el cuento del tesoro no era más que una pantalla para explotar sin

licencia una mina de algo muy valioso en pleno centro de la capital. Aunque era

posible que también ésa fuera otra pantalla para mantener a salvo el tesoro del

Libertador.

No eran los mejores tiempos para soñar. Desde el relato del náufrago me

habían aconsejado que permaneciera un tiempo fuera de Colombia mientras se

aliviaba la situación por las amenazas de muerte, reales o ficticias, que nos

llegaban por diversos medios. Fue lo primero en que pensé cuando Luis Gabriel

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