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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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al niño a beberse un trago de ron en vez del agua. El padre trató de impedirlo,

pero el forastero persistió en lo suyo, hasta que el niño, asustado y sin

proponérselo, le derramó el trago de un manotazo. El forastero, sin más vueltas,

lo mató de un tiro.

Fue otro de los fantasmas de mi infancia. Papalelo me lo recordaba a

menudo cuando entrábamos juntos a tomar un refresco en las cantinas, pero de

un modo tan irreal que ni él mismo parecía creerlo.

Debió ocurrir poco después de que llegó a Aracataca, pues mi madre sólo lo

recordaba por el espanto que suscitaba en sus mayores. Del agresor sólo se supo

que hablaba con el acento relamido de los andinos, así que las represalias del

pueblo no fueron sólo contra él, sino contra cualquiera de los forasteros

numerosos y aborrecidos que hablaban con su mismo acento.

Cuadrillas de nativos armados con machetes de zafra se echaron a las calles

en tinieblas, agarraban el bulto invisible que sorprendían en la oscuridad y le

ordenaban:

—¡Hable!

Sólo por la dicción lo destazaban a machete, sin tomar en cuenta la

imposibilidad de ser justos entre modos de hablar tan diversos. Don Rafael

Quintero Ortega, esposo de mi tía Wenefrida Márquez, el más crudo y querido de

los cachacos, estuvo a punto de celebrar sus cien años de vida porque mi abuelo

lo encerró en una despensa hasta que se apaciguaron los ánimos.

La desdicha familiar culminó a los dos años de vivir en Aracataca, con la

muerte de Margarita María Miniata, que era la luz de la casa. Su daguerrotipo

estuvo expuesto durante años en la sala, y su nombre ha venido repitiéndose de

una generación a otra como una más de las muchas señas de identidad familiar.

Las generaciones recientes no parecen conmovidas por aquella infanta de faldas

rizadas, botitas blancas y una trenza larga hasta la cintura, que nunca harán

coincidir con la imagen retórica de una bisabuela, pero tengo la impresión de que

bajo el peso de los remordimientos y las ilusiones frustradas de un mundo mejor,

aquel estado de alarma perpetua era para mis abuelos lo más parecido a la paz.

Hasta la muerte continuaron sintiéndose forasteros en cualquier parte.

Lo eran, en rigor, pero en las muchedumbres del tren que nos llegaron del

mundo era difícil hacer distinciones inmediatas. Con el mismo impulso de mis

abuelos y su prole habían llegado los Fergusson, los Duran, los Beracaza, los

Daconte, los Correa, en busca de una vida mejor. Con las avalanchas revueltas

siguieron llegando los italianos, los canarios, los sirios —que llamábamos turcos—

infiltrados por las fronteras de la Provincia en busca de la libertad y otros modos

de vivir perdidos en sus tierras. Había de todos los pelajes y condiciones. Algunos

eran prófugos de la isla del Diablo —la colonia penal de Francia en las Guay anas

—, más perseguidos por sus ideas que por crímenes comunes. Uno de ellos. René

Belvenoit, fue un periodista francés condenado por motivos políticos, que pasó

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