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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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una cifra sin precedentes en la prensa nacional. Se improvisó una junta de

redacción, se estudiaron los detalles económicos, técnicos y periodísticos y se

acordó un límite razonable de veinte capítulos. O sea: seis más de los previstos.

Aunque mi firma no figuraba en los capítulos impresos, el método de trabajo

había trascendido, y una noche en que fui a cumplir con mi deber de crítico de

cine se suscitó en el vestíbulo del teatro una animada discusión sobre el relato del

náufrago. La mayoría eran amigos con quienes intercambiaba ideas en los cafés

vecinos después de la función. Sus opiniones me ayudaban a clarificar las mías

para la nota semanal. En relación con el náufrago, el deseo general —con muy

escasas excepciones— era que se prolongara lo más posible.

Una de esas excepciones fue un hombre maduro y apuesto, con un precioso

abrigo de pelo de camello y un sombrero melón, que me siguió unas tres cuadras

desde el teatro cuando yo volvía solo para el periódico. Lo acompañaba una

mujer muy bella, tan bien vestida como él, y un amigo menos impecable. Se

quitó el sombrero para saludarme y se presentó con un nombre que no retuve.

Sin más vueltas me dijo que no podía estar de acuerdo con el reportaje del

náufrago, porque le hacía el juego directo al comunismo. Le expliqué sin

exagerar demasiado que yo no era más que el transcriptor del cuento contado

por el propio protagonista. Pero él tenía sus ideas propias, y pensaba que Velasco

era un infiltrado en las Fuerzas Armadas al servicio de la URSS. Tuve entonces la

intuición de que estaba hablando con un alto oficial del ejército o la marina y me

entusiasmó la idea de una clarificación. Pero al parecer sólo quería decirme eso.

—Yo no sé si usted lo hace a conciencia o no —me dijo—, pero sea como sea

le está haciendo un mal favor al país por cuenta de los comunistas.

Su deslumbrante esposa hizo un gesto de alarma y trató de llevárselo del

brazo con una súplica en voz muy baja: « ¡Por favor, Rogelio!» . Él terminó la

frase con la misma compostura con que había empezado:

—Créame, por favor, que sólo me permito decirle esto por la admiración que

siento por lo que usted escribe.

Volvió a darme la mano y se dejó llevar por la esposa atribulada. El

acompañante, sorprendido, no acertó a despedirse.

Fue el primero de una serie de incidentes que nos pusieron a pensar en serio

sobre los riesgos de la calle. En una cantina pobre detrás del periódico, que servía

a obreros del sector hasta la madrugada, dos desconocidos habían intentado días

antes una agresión gratuita contra Gonzalo González, que se tomaba allí el último

café de la noche. Nadie entendía qué motivos podían tener contra el hombre más

pacífico del mundo, salvo que lo hubieran confundido conmigo por nuestros

modos y modas caribes y las dos de su seudónimo: Gog. De todas maneras, la

seguridad del periódico me advirtió que no saliera solo de noche en una ciudad

cada vez más peligrosa. Para mí, por el contrario, era tan confiable que me iba

caminando hasta mi apartamento cuando terminaba mi horario.

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