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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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embrollaba como un dulce de cabello de ángel. La sola transcripción era una

proeza. Aún hoy sabemos que las grabadoras son muy útiles para recordar, pero

no hay que descuidar nunca la cara del entrevistado, que puede decir mucho más

que su voz, y a veces todo lo contrario. Tuve que conformarme con el método

rutinario de las notas en cuadernos de escuela, pero gracias a eso creo no haber

perdido una palabra ni un matiz de la conversación, y pude profundizar mejor a

cada paso. Los dos primeros días fueron difíciles, porque el náufrago quería

contar todo al mismo tiempo. Sin embargo, aprendió muy pronto por el orden y

el alcance de mis preguntas, y sobre todo por su propio instinto de narrador y su

facilidad congénita para entender la carpintería del oficio.

Para preparar al lector antes de echarlo al agua decidimos empezar el relato

por los últimos días del marino en Mobile. También acordamos no terminarlo en

el momento de pisar tierra firme, sino cuando llegara a Cartagena ya aclamado

por las muchedumbres, que era el punto en que los lectores podían seguir por su

cuenta el hilo de la narración con los datos ya publicados. Esto nos daba catorce

capítulos para mantener el suspenso durante dos semanas.

El primero se publicó el 5 de abril de 1955. La edición de El Espectador,

precedida de anuncios por radio, se agotó en pocas horas. El nudo explosivo se

planteó al tercer día cuando decidimos destapar la causa verdadera del desastre,

que según la versión oficial había sido una tormenta. En busca de una mayor

precisión le pedí a Velasco que la contara con todos sus detalles. Él estaba ya tan

familiarizado con nuestro método común que vislumbré en sus ojos un fulgor de

picardía antes de contestarme:

—El problema es que no hubo tormenta.

Lo que hubo —precisó— fue unas veinte horas de vientos duros, propios de la

región en aquella época del año, que no estaban previstos por los responsables del

viaje. La tripulación había recibido el pago de varios sueldos atrasados antes de

zarpar y se lo gastaron a última hora en toda clase de aparatos domésticos para

llevarlos a casa. Algo tan imprevisto que nadie debió alarmarse cuando

rebasaron los espacios interiores del barco y amarraron en cubierta las cajas

más grandes: neveras, lavadoras eléctricas, estufas. Una carga prohibida en un

barco de guerra, y en una cantidad que ocupó espacios vitales de la cubierta. Tal

vez se pensó que en un viaje sin carácter oficial, de menos de cuatro días y con

excelentes pronósticos del tiempo no era para tratarlo con demasiado rigor.

¿Cuántas veces no se habían hecho otros y seguirían haciéndose sin que nada

ocurriera? La mala suerte para todos fue que unos vientos apenas más fuertes

que los anunciados convulsionaron el mar bajo un sol espléndido, hicieron

escorar la nave mucho más de lo previsto y rompieron las amarras de la carga

mal estibada. De no haber sido un barco tan marinero como el Caldas se habría

ido a pique sin misericordia, pero ocho de los marinos de guardia en cubierta

cay eron por la borda. De modo que la causa may or del accidente no fue una

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