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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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tan resistentes que no había podido desbaratarlos para tener algo que masticar. En

una misma jornada pronunciaba un discurso patriótico, se dejaba besar por una

reina de la belleza y se mostraba a los huérfanos como ejemplo de moral

patriótica. Empezaba a olvidarlo el día memorable en que Guillermo Cano me

anunció que lo tenía en su oficina dispuesto a firmar un contrato para contar su

aventura completa. Me sentí humillado.

—Ya no es un pescado muerto sino podrido —insistí.

Por primera y única vez me negué a hacer para el periódico algo que era mi

deber. Guillermo Cano se resignó a la realidad y despachó al náufrago sin

explicaciones. Más tarde me contó que después de despedirlo en su oficina había

empezado a reflexionar y no logró explicarse a sí mismo lo que acababa de

hacer. Entonces le ordenó al portero que le mandara al náufrago de regreso, y

me llamó por teléfono con la notificación inapelable de que le había comprado

los derechos exclusivos del relato completo.

No era la primera vez ni había de ser la última en que Guillermo se

empecinara en un caso perdido y terminara coronado con la razón. Le advertí

deprimido pero con el mejor estilo posible que sólo haría el reportaje por

obediencia laboral pero no le pondría mi firma. Sin haberlo pensado, aquélla fue

una determinación casual pero certera para el reportaje, pues me obligaba a

contarlo en la primera persona del protagonista, con su modo propio y sus ideas

personales, y firmado con su nombre. Así me preservaba de cualquier otro

naufragio en tierra firme. Es decir, sería el monólogo interior de una aventura

solitaria, al pie de la letra, como la había hecho la vida. La decisión fue

milagrosa, porque Velasco resultó ser un hombre inteligente, con una sensibilidad

y una buena educación inolvidables y un sentido del humor a su tiempo y en su

lugar. Y todo eso, por fortuna, sometido a un carácter sin grietas.

La entrevista fue larga, minuciosa, en tres semanas completas y agotadoras,

y la hice a sabiendas de que no era para publicar en bruto sino para ser cocinada

en otra olla: un reportaje. La empecé con un poco de mala fe tratando de que el

náufrago cayera en contradicciones para descubrirle sus verdades encubiertas,

pero pronto estuve seguro de que no las tenía. Nada tuve que forzar. Aquello era

como pasearme por una pradera de flores con la libertad suprema de escoger las

preferidas. Velasco llegaba puntual a las tres de la tarde a mi escritorio de la

redacción, revisábamos las notas precedentes y proseguíamos en orden lineal.

Cada capítulo que me contaba lo escribía yo en la noche y se publicaba en la

tarde del día siguiente. Habría sido más fácil y seguro escribir primero la

aventura completa y publicarla ya revisada y con todos los detalles comprobados

a fondo. Pero no había tiempo. El tema iba perdiendo actualidad cada minuto y

cualquier otra noticia ruidosa podía derrotarlo.

No usamos grabadora. Estaban acabadas de inventar y las mejores eran tan

grandes y pesadas como una máquina de escribir, y el hilo magnético se

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