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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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para saber como fue que un golpe de viento pudo causar semejante desastre con

siete muertos.

Luis Alejandro Velasco, en efecto, estaba sometido a un compromiso férreo

que le impedía moverse o expresarse con libertad, aun después de que lo

trasladaron a la casa de sus padres en Bogotá. Cualquier aspecto técnico o político

nos lo resolvía con una maestría cordial el teniente de fragata Guillermo Fonseca,

pero con igual elegancia eludía datos esenciales para lo único que nos interesaba

entonces, que era la verdad de la aventura. Sólo por ganar tiempo escribí una

serie de notas de ambiente sobre el regreso del náufrago a casa de sus padres,

cuando sus acompañantes de uniforme me impidieron una vez más hablar con él,

mientras le autorizaban una entrevista insulsa para una emisora local. Entonces

fue evidente que estábamos en manos de maestros en el arte oficial de enfriar la

noticia, y por primera vez me conmocionó la idea de que estaban ocultando a la

opinión pública algo muy grave sobre la catástrofe. Más que una sospecha, hoy

lo recuerdo como un presagio.

Era un marzo de vientos glaciales y la llovizna polvorienta aumentaba la

carga de mis remordimientos. Antes de enfrentarme a la sala de redacción

abrumado por la derrota me refugié en el vecino hotel Continental y ordené un

trago doble en el mostrador del bar solitario. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin

quitarme siquiera el grueso abrigo ministerial, cuando sentí una voz muy dulce

casi en el oído:

—El que bebe solo muere solo.

—Dios te oiga, bella —contesté con el alma en la boca, convencido de que

era Martina Fonseca.

La voz dejó en el aire un rastro de gardenias tibias, pero no era ella. La vi

salir por la puerta giratoria y desaparecer con su inolvidable paraguas amarillo

en la avenida embarrada por la llovizna. Después de un segundo trago atravesé

y o también la avenida y llegué a la sala de redacción sostenido a pulso por los

dos primeros tragos. Guillermo Cano me vio entrar y soltó un grito alegre para

todos:

—¡A ver qué chiva nos trae el gran Gabo!

Le repliqué con la verdad:

—Nada más que un pescado muerto.

Entonces me di cuenta de que los burlones inclementes de la redacción

habían empezado a quererme cuando me vieron pasar en silencio arrastrando el

sobretodo ensopado, y ninguno tuvo corazón para empezar la rechifla ritual.

Luis Alejandro Velasco siguió disfrutando de su gloria reprimida. Sus

mentores no sólo le permitían sino que le patrocinaban toda clase de perversiones

publicitarias. Recibió quinientos dólares y un reloj nuevo para que contara por

radio la verdad de que el suyo había soportado el rigor de la intemperie. La

fabrica de sus zapatos de tenis le pagó mil dólares por contar que los suyos eran

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