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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—¿Y cómo soy ? —me atreví a preguntar.

—¡Ah, no! —rió ella con toda el alma—, eso no lo sabrás nunca.

Sólo cuando recobré el aliento frente a la máquina de escribir caí en la cuenta

de las ansias de verla que había tenido siempre y del terror que me impidió

quedarme con ella por todo el resto de nuestras vidas. El mismo terror desolado

que muchas veces volví a sentir desde aquel día cuando sonaba el teléfono.

El nuevo año de 1955 empezó para los periodistas el 28 de febrero con la

noticia de que ocho marineros del destructor Caldas de la Armada Nacional

habían caído al mar y desaparecido durante una tormenta cuando faltaban dos

horas escasas para llegar a Cartagena. Había zarpado cuatro días antes de

Mobile, Alabama, después de permanecer allí varios meses para una reparación

reglamentaria.

Mientras la redacción en pleno escuchaba en suspenso el primer boletín radial

del desastre, Guillermo Cano se había vuelto hacia mí en su silla giratoria, y me

mantuvo en la mira con una orden lista en la punta de la lengua. José Salgar, de

paso para los talleres, se paró también frente a mí con los nervios templados por

la noticia. Yo había vuelto una hora antes de Barranquilla, donde preparé una

información sobre el eterno drama de las Bocas de Ceniza, y y a empezaba otra

vez a preguntarme a qué hora saldría el próximo avión a la costa para escribir la

primicia de los ocho náufragos. Sin embargo, pronto quedó claro en el boletín de

radio que el destructor llegaría a Cartagena a las tres de la tarde sin noticias

nuevas, pues no habían recuperado los cuerpos de los ocho marinos ahogados.

Guillermo Cano se desinfló.

—Qué vaina, Gabo —dijo—. Se nos ahogó la chiva.

El desastre quedó reducido a una serie de boletines oficiales, y la información

se manejó con los honores de rigor a los caídos en servicio, pero nada más. A

fines de la semana, sin embargo, la marina reveló que uno de ellos, Luis

Alejandro Velasco, había llegado exhausto a una playa de Urabá, insolado pero

recuperable, después de permanecer diez días a la deriva sin comer ni beber en

una balsa sin remos. Todos estuvimos de acuerdo en que podía ser el reportaje

del año si lográbamos tenerlo a solas, así fuera por media hora.

No fue posible. La marina lo mantuvo incomunicado mientras se recuperaba

en el hospital naval de Cartagena. Allí estuvo con él durante unos minutos fugaces

un astuto redactor de El Tiempo, Antonio Montaña, que se coló en el hospital

disfrazado de médico. A juzgar por los resultados, sin embargo, sólo obtuvo del

náufrago unos dibujos a lápiz sobre su posición en el barco cuando fue arrastrado

por la tormenta y unas declaraciones descosidas con las cuales quedó claro que

tenía órdenes de no contar el cuento. « Si yo hubiera sabido que era un periodista

lo hubiera ayudado» , declaró Velasco días después. Una vez recuperado, y

siempre al amparo de la marina, concedió una entrevista al corresponsal de El

Espectador en Cartagena, Lácides Orozco, que no pudo llegar a donde queríamos

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