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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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atravesé la avenida para encontrarme con ella en el hotel Continental después de

doce años sin verla. No fue fácil distinguirla desde la puerta entre las otras

mujeres que almorzaban en el comedor repleto, hasta que ella me hizo una señal

con el guante. Estaba vestida con el gusto personal de siempre, con un abrigo de

ante, un zorro marchito en el hombro y un sombrero de cazador, y los años

empezaban a notársele demasiado en la piel de ciruela maltratada por el sol, los

ojos apagados, y toda ella disminuida por los primeros signos de una vejez

injusta. Ambos debimos darnos cuenta de que doce años eran muchos a su edad,

pero los soportamos bien. Había tratado de rastrearla en mis primeros años de

Barranquilla, hasta que supe que vivía en Panamá, donde su Vaporino era

práctico del canal, pero no fue por orgullo sino por timidez que no le toqué el

punto.

Creo que acababa de almorzar con alguien que la había dejado sola para

atenderme la visita. Nos tomamos tres tazas mortales de café y nos fumamos

juntos medio paquete de cigarrillos bastos buscando a tientas el camino para

conversar sin hablar, hasta que se atrevió a preguntarme si alguna vez había

pensado en ella. Sólo entonces le dije la verdad: no la había olvidado nunca, pero

su despedida había sido tan brutal que me cambió el modo de ser. Ella fue más

compasiva que yo:

—No olvido nunca que para mí eres como un hijo.

Había leído mis notas de prensa, mis cuentos y mi única novela, y me habló

de ellos con una perspicacia lúcida y encarnizada que sólo era posible por el

amor o el despecho. Sin embargo, yo no hice más que eludir las trampas de la

nostalgia con la cobardía mezquina de que sólo los hombres somos capaces.

Cuando logré por fin aliviar la tensión me atreví a preguntarle si había tenido el

hijo que quería.

—Nació —dijo ella con alegría—, y ya está terminando la primaria.

—¿Negro como su padre? —le pregunté con la mezquindad propia de los

celos.

Ella apeló a su buen sentido de siempre. « Blanco como su madre —dijo—.

Pero el papá no se fue de la casa como yo temía sino que se acercó más a mí» .

Y ante mi ofuscación evidente me confirmó con una sonrisa mortal:

—No te preocupes: es de él. Y además dos hijas iguales como si fueran una

sola.

Se alegró de haber venido, me entretuvo con algunos recuerdos que nada

tenían que ver conmigo, y tuve la vanidad de pensar que esperaba de mí una

respuesta más íntima. Pero también, como todos los hombres, me equivoqué de

tiempo y lugar. Miró el reloj cuando ordené el cuarto café y otro paquete de

cigarrillos, y se levantó sin preámbulos.

—Bueno, niño, estoy feliz de haberte visto —dijo. Y concluyó—: Ya no

aguantaba más haberte leído tanto sin saber cómo eres.

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