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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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terribles, o caían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles

convertidas en ríos revueltos. Los ingenieros gringos navegaban en botes de

caucho, por entre colchones ahogados y vacas muertas. La United Fruit

Company, cuyos sistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre

de las aguas, desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios

desenterró los cuerpos del cementerio.

La más siniestra de las plagas, sin embargo, era la humana. Un tren que

parecía de juguete arrojó en sus arenas abrasantes una hojarasca de aventureros

de todo el mundo que se tomaron a mano armada el poder de la calle. Su

prosperidad atolondrada llevaba consigo un crecimiento demográfico y un

desorden social desmadrados. Estaba a sólo cinco leguas de la colonia penal de

Buenos Aires, sobre el río Fundación, cuyos reclusos solían escaparse los fines de

semana para jugar al terror en Aracataca. A nada nos parecíamos tanto como a

los pueblos emergentes de las películas del Oeste, desde que los ranchos de

palma y cañabrava de los chimilas empezaron a ser reemplazados por las casas

de madera de la United Fruit Company, con techos de cinc de dos aguas,

ventanas de anjeo y cobertizos adornados con enredaderas de flores polvorientas.

En medio de aquel ventisquero de caras desconocidas, de toldos en la vía pública,

de hombres cambiándose de ropa en la calle, de mujeres sentadas en los baúles

con los paraguas abiertos, y de mulas y mulas y mulas muriéndose de hambre

en las cuadras del hotel, los que habían llegado primero eran los últimos. Eramos

los forasteros de siempre, los advenedizos.

Las matanzas no eran sólo por las reyertas de los sábados. Una tarde

cualquiera oímos gritos en la calle y vimos pasar un hombre sin cabeza montado

en un burro. Había sido decapitado a machete en los arreglos de cuentas de las

fincas bananeras y la cabeza había sido arrastrada por las corrientes heladas de

la acequia. Esa noche le escuché a mi abuela la explicación de siempre: « Una

cosa tan horrible sólo pudo hacerla un cachaco» .

Los cachacos eran los nativos del altiplano, y no sólo los distinguíamos del

resto de la humanidad por sus maneras lánguidas y su dicción viciosa, sino por

sus ínfulas de emisarios de la Divina Providencia. Esa imagen llegó a ser tan

aborrecible que después de las represiones feroces de las huelgas bananeras por

militares del interior, a los hombres de tropa no los llamábamos soldados sino

cachacos. Los veíamos como los usufructuarios únicos del poder político, y

muchos de ellos se comportaban como si lo fueran. Sólo así se explica el horror

de « La noche negra de Aracataca» , una degollina legendaria con un rastro tan

incierto en la memoria popular que no hay evidencia cierta de si en realidad

sucedió.

Empezó un sábado peor que los otros cuando un nativo de bien cuy a identidad

no pasó a la historia entró en una cantina a pedir un vaso de agua para un niño

que llevaba de la mano. Un forastero que bebía solo en el mostrador quiso obligar

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