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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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incisivos y labia precisa, fuera el hombre más buscado por los servicios secretos

del país.

De entrada me di cuenta de que estaba al corriente de mi vida desde que

compré el reloj en El Nacional de Barranquilla. Leía mis reportajes en El

Espectador e identificaba mis notas anónimas para tratar de interpretar sus

segundas intenciones. Sin embargo, estuvo de acuerdo en que el mejor servicio

que podía prestarle al país era seguir en esa línea sin dejarme comprometer por

nadie en ninguna clase de militancia política.

Se instaló en el tema tan pronto como tuve ocasión de revelarle el motivo de

mi visita. Estaba al corriente de la situación de Villarrica, como si hubiera estado

allí, y de la cual no pudimos publicar ni una letra por la censura oficial. Sin

embargo, me dio datos importantes para entender que aquél era el preludio de

una guerra crónica al cabo de medio siglo de escaramuzas casuales. Su lenguaje,

en aquel día y en aquel lugar, tenía más ingredientes del mismo Jorge Eliécer

Gaitán que de su Marx de cabecera, para una solución que no parecía ser la del

proletariado en el poder sino una especie de alianza de desamparados contra las

clases dominantes. La fortuna de aquella visita no fue sólo la clarificación de lo

que estaba sucediendo, sino un método para entenderlo mejor. Así se lo expliqué

a Guillermo Cano y a Zalamea, y dejé la puerta entreabierta, por si alguna vez

aparecía la cola del reportaje inconcluso. Sobra decir que Vieira y yo hicimos

una muy buena relación de amigos que nos facilitó los contactos aun en los

tiempos más duros de su clandestinidad.

Otro drama de adultos crecía soterrado hasta que las malas noticias

rompieron el cerco, en febrero de 1954, cuando se publicó en la prensa que un

veterano de Corea había empeñado sus condecoraciones para comer. Era sólo

uno de los más de cuatro mil que habían sido reclutados al azar en otro de los

momentos inconcebibles de nuestra historia, cuando cualquier destino era mejor

que nada para los campesinos expulsados a bala de sus tierras por la violencia

oficial. Las ciudades superpobladas por los desplazados no ofrecían ninguna

esperanza. Colombia, como se repitió casi todos los días en notas editoriales, en la

calle, en los cafés, en las conversaciones familiares, era una república invivible.

Para muchos campesinos desplazados y numerosos muchachos sin perspectiva,

la guerra de Corea era una solución personal. Allí fue de todo, revuelto, sin

discriminaciones precisas y apenas por sus condiciones físicas, casi como

vinieron los españoles a descubrir la América. Al regresar a Colombia, gota a

gota, ese grupo heterogéneo tuvo por fin un distintivo común: veteranos. Bastó

con que algunos protagonizaran una reyerta para que la culpa recayera en todos.

Se les cerraron las puertas con el argumento fácil de que no tenían derecho a

empleo porque eran desequilibrados mentales. En cambio, no hubo suficientes

lágrimas para los incontables que regresaron convertidos en dos mil libras de

cenizas.

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