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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cordialidad académica ante la prensa, se volvieron invisibles o herméticos. Sin

embargo, un cabo suelto siguió creciendo solo y en silencio, e infundió la

certidumbre nunca comprobada ni desmentida de que el jefe de aquel embrión

guerrillero del Tolima era un muchacho de veintidós años que hizo carrera en su

ley, cuy o nombre no ha podido confirmarse ni desmentirse: Manuel Marulanda

Vélez o Pedro Antonio Marín, Tirofijo. Cuarenta y tantos años después,

Marulanda —consultado para este dato en su campamento de guerra— contestó

que no recordaba si en realidad era él.

No fue posible conseguir una noticia más. Yo andaba ansioso por descubrirla

desde que regresé de Villarrica, pero no encontraba una puerta. La Oficina de

Información y Prensa de la presidencia nos estaba vedada, y el ingrato episodio

de Villarrica yacía sepultado bajo la reserva militar. Había echado la esperanza

al cesto de la basura, cuando José Salgar se plantó frente a mi escritorio,

fingiendo la sangre fría que nunca tuvo, y me mostró un telegrama que acababa

de recibir.

—Aquí está lo que usted no vio en Villarrica —me dijo.

Era el drama de una muchedumbre de niños sacados de sus pueblos y

veredas por las Fuerzas Armadas sin plan preconcebido y sin recursos, para

facilitar la guerra de exterminio contra la guerrilla del Tolima. Los habían

separado de sus padres sin tiempo para establecer quién era hijo de quién, y

muchos de ellos mismos no sabían decirlo. El drama había empezado con una

avalancha de mil doscientos adultos conducidos a distintas poblaciones del

Tolima, después de nuestra visita a Melgar, e instalados de cualquier manera y

luego abandonados a la mano de Dios. Los niños, separados de sus padres por

simples consideraciones logísticas y dispersos en varios asilos del país, eran unos

tres mil de distintas edades y condiciones. Sólo treinta eran huérfanos de padre y

madre, y entre éstos un par de gemelos con trece días de nacidos. La

movilización se hizo en absoluto secreto, al amparo de la censura de prensa, hasta

que el corresponsal de El Espectador nos telegrafió las primeras pistas desde

Ambalema, a doscientos kilómetros de Villarrica.

En menos de seis horas encontramos trescientos menores de cinco años en el

Amparo de Niños de Bogotá, muchos de ellos sin filiación. Helí Rodríguez, de dos

años, apenas si pudo dictar su nombre. No sabía nada de nada, ni dónde se

encontraba, ni por qué, ni sabía los nombres de sus padres ni pudo dar ninguna

pista para encontrarlos. Su único consuelo era que tenía derecho a permanecer

en el asilo hasta los catorce años. El presupuesto del orfanato se alimentaba de

ochenta centavos mensuales que le daba por cada niño el gobierno

departamental. Diez se fugaron la primera semana con el propósito de colarse de

polizones en los trenes del Tolima, y no pudimos hallar ningún rastro de ellos.

A muchos les hicieron en el asilo un bautismo administrativo con apellidos de

la región para poder distinguirlos, pero eran tantos, tan parecidos y móviles que

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