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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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No hubo tiempo. De pronto se escucharon varias órdenes simultáneas y

enseguida una descarga cerrada de los militares. Nos echamos a tierra cerca de

los soldados y éstos abrieron fuego contra la casa de la cornisa. En la confusión

instantánea perdí de vista a Rodríguez, que corrió en busca de una posición

estratégica para su visor. El tiroteo fue breve pero muy intenso y en su lugar

quedó un silencio letal.

Habíamos vuelto a la plaza cuando alcanzamos a ver una patrulla militar que

salía de la selva llevando un cuerpo en angarillas. El jefe de la patrulla, muy

excitado, no permitió que se tomaran fotos. Busqué con la vista a Rodríguez y lo

vi aparecer, unos cinco metros a mi derecha, con la cámara lista para disparar.

La patrulla no lo había visto. Entonces viví el instante más intenso, entre la duda

de gritarle que no hiciera la foto por temor de que le dispararan por

inadvertencia, o el instinto profesional de tomarla a cualquier precio. No tuve

tiempo, pues en el mismo instante se oy ó el grito fulminante del jefe de la

patrulla:

—¡Esa foto no se toma!

Rodríguez bajó la cámara sin prisa y se acercó a mi lado. El cortejo pasó tan

cerca de nosotros que sentíamos la ráfaga acida de los cuerpos vivos y el silencio

del muerto. Cuando acabaron de pasar, Rodríguez me dijo al oído:

—Tomé la foto.

Así fue, pero nunca se publicó. La invitación había terminado en desastre.

Hubo dos heridos más de la tropa y estaban muertos por lo menos dos

guerrilleros que ya habían sido arrastrados hasta el refugio. El coronel cambió su

ánimo por una expresión tétrica. Nos dio la información simple de que la visita

estaba cancelada, que disponíamos de media hora para almorzar, y que

enseguida viajaríamos a Melgar por carretera, pues los helicópteros estaban

reservados para los heridos y los cadáveres. Las cantidades de unos y otros no

fueron reveladas nunca.

Nadie volvió a mencionar la conferencia de prensa del general Rojas Pinilla.

Pasamos de largo en un jeep para seis frente a su casa de Melgar y llegamos a

Bogotá después de la medianoche. La sala de redacción nos esperaba en pleno,

pues de la Oficina de Información y Prensa de la presidencia de la República

habían llamado para informar sin más detalles que llegaríamos por tierra, pero

no precisaron si vivos o muertos.

Hasta entonces la única intervención de la censura militar había sido por la

muerte de los estudiantes en el centro de Bogotá. No había un censor dentro de la

redacción después de que el último del gobierno anterior renunció casi en

lágrimas cuando no pudo soportar las primicias falsas y las gambetas de burla de

los redactores. Sabíamos que la Oficina de Información y Prensa no nos perdía

de vista, y con frecuencia nos mandaban por teléfono advertencias y consejos

paternales. Los militares, que al principio de su gobierno desplegaban una

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