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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Melgar, y había prometido una rueda de prensa que terminaría antes de las cinco

de la tarde, con tiempo de sobra para regresar con fotos y noticias de primera

mano.

Los enviados de El Tiempo eran Ramiro Andrade, con el fotógrafo Germán

Cay cedo; unos cuatro más que no he podido recordar, y Daniel Rodríguez y yo

por El Espectador. Algunos llevaban ropas de campaña, pues fuimos advertidos

de que tal vez tuviéramos que dar algunos pasos dentro de la selva.

Fuimos hasta Melgar en automóvil y allí nos repartimos en tres helicópteros

que nos llevaron por un cañón estrecho y solitario de la cordillera central, con

altos flancos afilados. Lo que más me impresionó, sin embargo, fue la tensión de

los jóvenes pilotos que eludían ciertas zonas donde la guerrilla había derribado un

helicóptero y averiado otro el día anterior. Al cabo de unos quince minutos

intensos aterrizamos en la plaza enorme y desolada de Villarrica, cuya alfombra

de caliche no parecía bastante firme para soportar el peso del helicóptero.

Alrededor de la plaza había casas de madera con tiendas en ruinas y residencias

de nadie, salvo una recién pintada que había sido el hotel del pueblo hasta que se

implantó el terror.

Al frente del helicóptero se divisaban las estribaciones de la cordillera y el

techo de cinc de la única casa apenas visible entre las brumas de la cornisa.

Según el oficial que nos acompañaba, allí estaban los guerrilleros con armas de

suficiente poder para tumbarnos, de modo que debíamos correr hasta el hotel en

zigzag y con el torso inclinado como una precaución elemental contra posibles

disparos desde la cordillera. Sólo cuando llegamos allí caímos en la cuenta de que

el hotel estaba convertido en cuartel.

Un coronel con arreos de guerra, de una apostura de artista de cine y una

simpatía inteligente, nos explicó sin alarmas que en la casa de la cordillera estaba

la avanzada de la guerrilla hacía varias semanas y desde allí habían intentado

varias incursiones nocturnas contra el pueblo. El ejército estaba seguro de que

algo intentarían cuando vieran los helicópteros en la plaza, y las tropas estaban

preparadas. Sin embargo, al cabo de una hora de provocaciones, incluso desafíos

con altavoces, los guerrilleros no dieron señales de vida. El coronel, desalentado,

envió una patrulla de exploración para asegurarse de que todavía quedaba

alguien en la casa.

La tensión se relajó. Los periodistas salimos del hotel y exploramos las calles

vecinas, incluso las menos guarnecidas alrededor de la plaza. El fotógrafo y yo,

junto con otros, iniciamos el ascenso a la cordillera poi una tortuosa cornisa de

herradura. En la primera curva había soldados tendidos entre la maleza en

posición de tiro. Un oficial nos aconsejó que regresáramos a la plaza, pues

cualquier cosa podía suceder, pero no hicimos caso. Nuestro propósito era subir

hasta encontrar alguna avanzada guerrillera que nos salvara el día con una noticia

grande.

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