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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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—El que vende comida no se muere de hambre.

Se la agradecí en el alma, y me pareció tan oportuna que no pude resistir la

tentación de preguntarle de quién era. Alfonso me paró en seco con la verdad

que yo no recordaba:

—Es suya, maestro.

En efecto, la había improvisado en alguna nota sin firma, pero la había

olvidado. El cuento circuló durante años entre los amigos de Barranquilla, a

quienes nunca pude convencer de que no había sido una broma.

Un viaje ocasional de Álvaro Cepeda a Bogotá me distrajo por unos días de la

galera de las noticias diarias. Llegó con la idea de hacer una película de la cual

sólo tenía el título: La langosta azul. Fue un error certero, porque Luis Vicens,

Enrique Grau y el fotógrafo Nereo López se lo tomaron en serio. No volví a

saber del proyecto hasta que Vicens me mandó un borrador del guión para que

pusiera algo de mi parte sobre la base original de Álvaro. Algo puse y o que hoy

no recuerdo, pero la historia me pareció divertida y con la dosis suficiente de

locura para que pareciera nuestra.

Todos hicieron un poco de todo, pero el papá por derecho propio fue Luis

Vicens, que impuso muchas de las cosas que le quedaban de sus pinitos de París.

Mi problema era que me encontraba en medio de alguno de aquellos reportajes

prolijos que no me dejaban tiempo para respirar, y cuando logré liberarme ya la

película estaba en pleno rodaje en Barranquilla.

Es una obra elemental, cuyo mérito mayor parece ser el dominio de la

intuición, que era tal vez el ángel tutelar de Álvaro Cepeda. En uno de sus

numerosos estrenos domésticos de Barranquilla estuvo el director italiano Enrico

Fulchignoni, que nos sorprendió con el alcance de su compasión: la película le

pareció muy buena. Gracias a la tenacidad y la buena audacia de Tita Manotas,

la esposa de Álvaro, lo que todavía queda de La langosta azul le ha dado la vuelta

al mundo en festivales temerarios.

Esas cosas nos distraían a ratos de la realidad del país, que era terrible.

Colombia se consideraba libre de guerrillas desde que las Fuerzas Armadas se

tomaron el poder con la bandera de la paz y la concordia entre los partidos.

Nadie dudó de que algo había cambiado, hasta la matanza de estudiantes en la

carrera Séptima. Los militares, ansiosos de razones, quisieron probarnos a los

periodistas que había una guerra distinta de la eterna entre liberales y

conservadores. En ésas andábamos cuando José Salgar se acercó a mi escritorio

con una de sus ideas terroríficas:

—Prepárese para conocer la guerra.

Los invitados a conocerla, sin may ores detalles, fuimos puntuales a las cinco

de la madrugada para ir a la población de Villarrica, a ciento ochenta y tres

kilómetros de Bogotá. El general Rojas Pinilla estaba pendiente de nuestra visita,

a mitad de camino, en uno de sus reposos frecuentes en la base militar de

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