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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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carcomidas, corredores oscuros y galerías atiborradas de papeles sin dueño. Del

promedio de cien cartas rezagadas que entraban todos los días, por lo menos diez

habían sido bien franqueadas pero los sobres estaban en blanco y no tenían

siquiera el nombre del remitente. Los empleados de la oficina las conocían como

las « cartas para el hombre invisible» , y no ahorraban esfuerzos para entregarlas

o devolverlas. Pero el ceremonial para abrirlas en busca de pistas era de un rigor

burocrático más bien inútil pero meritorio.

El reportaje de una sola entrega se publicó con el título de « El cartero llama

mil veces» , con un subtítulo: « El cementerio de las cartas perdidas» . Cuando

Salgar lo ley ó, me dijo: « A este cisne no hay que torcerle el cuello porque ya

nació muerto» . Lo publicó, con el despliegue exacto, ni mucho ni poco, pero se

le notaba en el gesto que estaba tan dolido como y o por la amargura de lo que

pudo ser. Rogelio Echeverría, tal vez por ser poeta, lo celebró de buen talante

pero con una frase que no olvidé nunca: « Es que Gabo se agarra hasta de un

clavo caliente» .

Me sentí tan desmoralizado, que por mi cuenta y riesgo —y sin contárselo a

Salgar— decidí encontrar a la destinataria de una carta que me había merecido

una atención especial. Estaba franqueada en el leprocomio de Agua de Dios, y

dirigida a « la señora de luto que va todos los días a la misa de cinco en la iglesia

de las Aguas» . Después de hacer toda clase de averiguaciones inútiles con el

párroco y sus ayudantes, seguí entrevistando a los fieles de la misa de cinco

durante varias semanas sin resultado alguno. Me sorprendió que las más asiduas

eran tres muy mayores y siempre de luto cerrado, pero ninguna tenía nada que

ver con el leprocomio de Agua de Dios. Fue un fracaso del cual tardé en

reponerme, no sólo por amor propio ni por hacer una obra de caridad, sino

porque estaba convencido de que detrás de la historia misma de aquella mujer de

luto había otra historia apasionante.

A medida que zozobraba en los pantanos del reportaje, mi relación con el

grupo de Barranquilla se fue haciendo más intensa. Sus viajes a Bogotá no eran

frecuentes, pero y o los asaltaba por teléfono a cualquier hora en cualquier apuro,

sobre todo a Germán Vargas, por su concepción pedagógica del reportaje. Los

consultaba en cada apuro, que eran muchos, o ellos me llamaban cuando había

motivos para felicitarme. A Álvaro Cepeda lo tuve siempre como un condiscípulo

en la silla de al lado. Después de las burlas cordiales de ida y vuelta que fueron

siempre de rigor dentro del grupo, me sacaba del pantano con una simplicidad

que nunca dejó de asombrarme. En cambio, mis consultas con Alfonso

Fuenmayor eran más literarias. Tenía la magia certera para salvarme de apuros

con ejemplos de grandes autores o para dictarme la cita salvadora rescatada de

su arsenal sin fondo. Su broma maestra fue cuando le pedí el título para una nota

sobre los vendedores de comidas callejeras acosados por las autoridades de

Higiene. Alfonso me soltó la respuesta inmediata:

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