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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cuando pasé por Colombia después del lanzamiento de Cíen años de soledad en

Buenos Aires, encontré en los puestos callejeros de Bogotá numerosos

ejemplares sobrantes de la primera edición de La hojarasca a un peso cada una.

Compré cuantos pude cargar. Desde entonces he encontrado en librerías de

América Latina otros saldos dispersos que trataban de vender como libros

históricos. Hace unos dos años, una agencia inglesa de libros antiguos vendió por

tres mil dólares un ejemplar firmado por mí de la primera edición de Cien años

de soledad.

Ninguno de esos casos me distrajo ni un instante de mi trapiche de periodista.

El éxito inicial de los reportajes en serie nos había obligado a buscar pienso para

alimentar a una fiera insaciable. La tensión diaria era insostenible, no sólo en la

identificación y la búsqueda de los temas, sino en el curso de la escritura,

siempre amenazada por los encantos de la ficción. En El Espectador no había

duda: la materia prima invariable del oficio era la verdad y nada más que la

verdad, y eso nos mantenía en una tensión invivible. José Salgar y yo

terminamos en un estado de vicio que no nos permitía un instante de paz ni en los

reposos del domingo.

En 1956 se supo que el papa Pío XII sufría un ataque de hipo que podía

costarle la vida. El único antecedente que recuerdo es el cuento magistral « P &

O» , de Somerset Maugham, cuy o protagonista murió en mitad del océano Indico

de un ataque de hipo que lo agotó en cinco días, mientras del mundo entero le

llegaban toda clase de recetas extravagantes, pero creo que no lo conocía en

aquella época. Los fines de semana no nos atrevíamos a ir demasiado lejos en

nuestras excursiones por los pueblos de la sabana porque el periódico estaba

dispuesto a lanzar una edición extraordinaria en caso de la muerte del Papa. Yo

era partidario de que tuviéramos la edición lista, con sólo los vacíos para llenar

con los primeros cables de la muerte. Dos años después, siendo corresponsal en

Roma, todavía se esperaba el desenlace del hipo papal.

Otro problema irresistible en el periódico era la tendencia a sólo ocuparnos de

temas espectaculares que pudieran arrastrar cada vez más lectores, y yo tenía la

más modesta de no perder de vista a otro público menos servido que pensaba

más con el corazón. Entre los pocos que logré encontrar, conservo el recuerdo

del reportaje más sencillo que me atrapó al vuelo a través de la ventana de un

autobús. En el portón de una hermosa casa colonial en el número 567 de la

carrera Octava en Bogotá había un letrero que se menospreciaba a sí mismo:

« Oficina de Rezagos del Correo Nacional» . No recuerdo en absoluto que algo se

me hubiera perdido por aquellos desvíos, pero me bajé del tranvía y llamé a la

puerta. El hombre que me abrió era el responsable de la oficina con seis

empleados metódicos, cubiertos por el óxido de la rutina, cuya misión romántica

era encontrar a los destinatarios de cualquier carta mal dirigida.

Era una bella casa, enorme y polvorienta, de techos altos y paredes

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