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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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instrumentos: el chelo, que es mi favorito, de Vivaldi a Brahms; el violín, desde

Corelli hasta Schónberg; el clave y el piano, de Bach a Bartók. Hasta descubrir el

milagro de que todo lo que suena es música, incluidos los platos y los cubiertos en

el lavadero, siempre que cumplan la ilusión de indicarnos por dónde va la vida.

Mi límite era que no podía escribir con música porque le ponía más atención

a lo que escuchaba que a lo que escribía, y todavía hoy asisto a muy pocos

conciertos, porque siento que en la butaca se establece una especie de intimidad

un poco impúdica con vecinos ajenos. Sin embargo, con el tiempo y las

posibilidades de tener buena música en casa, aprendí a escribir con un fondo

musical acorde con lo que escribo. Los nocturnos de Chopin para los episodios

reposados, o los sextetos de Brahms para las tardes felices. En cambio, no volví a

escuchar a Mozart durante años, desde que me asaltó la idea perversa de que

Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es

Hay dn.

En los años en que evoco estas memorias he logrado el milagro de que

ninguna clase de música me estorbe para escribir, aunque tal vez no sea

consciente de otras virtudes, pues la may or sorpresa me la dieron dos músicos

catalanes, muy jóvenes y acuciosos, que creían haber descubierto afinidades

sorprendentes entre El otoño del patriarca, mi sexta novela, y el Tercer concierto

para piano de Béla Bartók. Es cierto que lo escuchaba sin misericordia mientras

escribía, porque me creaba un estado de ánimo muy especial y un poco extraño,

pero nunca pensé que hubiera podido influirme hasta el punto de que se notara en

mi escritura. No sé cómo se enteraron de aquella debilidad los miembros de la

Academia Sueca que lo pusieron de fondo en la entrega de mi premio. Lo

agradecí en el alma, por supuesto, pero si me lo hubieran preguntado —con toda

mi gratitud y mis respetos por ellos y por Béla Bartók— me habría gustado

alguna de las romanzas naturales de Francisco el Hombre en las fiestas de mi

infancia.

No hubo en Colombia por aquellos años un proyecto cultural, un libro por

escribir o un cuadro para pintar que no pasara antes por la oficina de Mutis. Fui

testigo de su diálogo con un pintor joven que tenía todo listo para hacer su periplo

de rigor por Europa, pero le faltaba el dinero para el viaje. Álvaro no alcanzó

siquiera a escucharle el cuento completo, cuando sacó del escritorio la carpeta

mágica.

—Aquí está el pasaje dijo.

Yo asistía deslumbrado a la naturalidad con que hacía estos milagros sin el

mínimo alarde de poder. Por eso me pregunto todavía si no tuvo algo que ver con

la solicitud que me hizo en un cóctel el secretario de la Asociación Colombiana

de Escritores y Artistas, Óscar Delgado, de que participara en el concurso

nacional de cuento que estaba a punto de ser declarado desierto. Lo dijo tan mal

que la propuesta me pareció indecorosa, pero alguien que la oy ó me precisó que

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