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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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También le dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los

matorrales, emitió un gemido sin palabras, « como el de un garito mojado» . La

tradición oral atribuy ó a Papalelo una frase retórica en el momento de

entregarse al alcalde: « La bala del honor venció a la bala del poder» .

Es una sentencia fiel al estilo liberal de la época pero no he podido conciliarla

con el talante del abuelo.

La verdad es que no hubo testigos. Una versión autorizada habrían sido los

testimonios judiciales del abuelo y sus contemporáneos de ambos bandos, pero

del expediente, si lo hubo, no quedaron ni sus luces. De las numerosas versiones

que escuché hasta hoy no encontré dos que coincidieran.

El hecho dividió a las familias del pueblo, incluso a la del muerto. Una parte

de ésta se propuso vengarlo, mientras que otros acogieron en sus casas a

Tranquilina Iguarán con sus hijos, hasta que amainaron los riesgos de una

venganza. Estos detalles me impresionaban tanto en la niñez que no sólo asumí el

peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora, mientras

lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por la mía.

A Papalelo lo trasladaron a Riohacha para may or seguridad, y más tarde a

Santa Marta, donde lo condenaron a un año: la mitad en reclusión y la otra en

régimen abierto. Tan pronto como fue libre viajó con la familia por breve tiempo

a la población de Ciénaga, luego a Panamá, donde tuvo otra hija con un amor

casual, y por fin al insalubre y arisco corregimiento de Aracataca, con el empleo

de colector de hacienda departamental. Nunca más estuvo armado en la calle,

aun en los peores tiempos de la violencia bananera, y sólo tuvo el revólver bajo

la almohada para defender la casa.

Aracataca estaba muy lejos de ser el remanso con que soñaban después de la

pesadilla de Medardo Pacheco. Había nacido como un caserío chimila y entró en

la historia con el pie izquierdo como un remoto corregimiento sin Dios ni ley del

municipio de Ciénaga, más envilecido que acaudalado por la fiebre del banano.

Su nombre no es de pueblo sino de río, que se dice ara en lengua chimila, y

Cataca, que es la palabra con que la comunidad conocía al que mandaba. Por eso

entre nativos no la llamamos Aracataca sino como debe ser: Cataca.

Cuando el abuelo trató de entusiasmar a la familia con la fantasía de que allí

el dinero corría por las calles, Mina había dicho: « La plata es el cagajón del

diablo» . Para mi madre fue el reino de todos los terrores. El más antiguo que

recordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era

muy niña. « Se oían pasar como un viento de piedras» , me dijo cuando fuimos a

vender la casa. La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y

el flagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería.

En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que

desentechaban ranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo

cubierto de un polvo astral. En verano se ensañaban con el ganado unas sequías

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