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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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en la vida real, era un país extranjero de propiedad privada, cuy as dragas

saqueaban el oro y el platino de sus ríos prehistóricos y se los llevaban en un

barco propio que salía al mundo entero sin control de nadie por las bocas del río

San Juan.

Ese era el Chocó que quisimos revelar a los colombianos sin resultado alguno,

pues una vez pasada la noticia todo volvió a su lugar, y siguió siendo la región

más olvidada del país. Creo que la razón es evidente: Colombia fue desde

siempre un país de identidad caribe abierto al mundo por el cordón umbilical de

Panamá. La amputación forzosa nos condenó a ser lo que hoy somos: un país de

mentalidad andina con las condiciones propicias para que el canal entre los dos

océanos no fuera nuestro sino de los Estados Unidos.

El ritmo semanal de la redacción habría sido mortal de no ser porque los

viernes en la tarde, a medida que nos liberábamos de la tarea, nos

concentrábamos en el bar del hotel Continental, en la acera de enfrente, para un

desahogo que solía prolongarse hasta el amanecer. Eduardo Zalamea bautizó

aquellas noches con un nombre propio: los « viernes culturales» . Era mi única

oportunidad de conversar con él para no perder el tren de las novedades literarias

del mundo, que mantenía al minuto con su capacidad de lector descomunal. Los

sobrevivientes en aquellas tertulias de alcoholes infinitos y desenlaces

imprevisibles —además de dos o tres amigos eternos de Ulises— éramos los

redactores que no nos asustábamos de destorcerle el cuello al cisne hasta el

amanecer.

Siempre me había llamado la atención que Zalamea no hubiera hecho nunca

ninguna observación sobre mis notas, aunque muchas eran inspiradas en las

suy as. Sin embargo, cuando se establecieron los « viernes culturales» dio rienda

suelta a sus ideas sobre el género. Me confesó que estaba en desacuerdo con los

criterios de muchas de mis notas y me sugería otras, pero no en un tono de jefe a

su discípulo sino de escritor a escritor.

Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas

de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas

cuadras de El Espectador. Él, colaborador de Marcel Colín Reval, jefe de

redacción de la revista Cinématographie francaise en París, había cambiado sus

sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras

de Europa. Nancy se comportaba como una anfitriona mágica capaz de

aumentar para doce un comedor de cuatro. Se habían conocido poco después de

que él llegó a Bogotá, en 1937, en una cena familiar. Sólo quedaba en la mesa un

lugar junto a Nancy, que vio entrar horrorizada al último invitado, con el cabello

blanco y una piel de alpinista curtido por el sol. « ¡Qué mala suerte! —se dijo—.

Ahora me tocó al lado de este polaco que ni español sabrá» . Estuvo a punto de

acertar en el idioma, porque el recién llegado hablaba el castellano en un catalán

crudo cruzado de francés, y ella era una boy acense resabiada y de lengua suelta.

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