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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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enviarlas a Bogotá en el avión de regreso, mientras atrapábamos información

suficiente de primera mano que pudiéramos transmitir por telégrafo para la

edición de mañana. Nada de eso era posible, porque no pasó nada.

Recorrimos sin testigos la muy larga calle paralela al río, bordeada de

bazares cerrados por el almuerzo y residencias con balcones de madera y techos

oxidados. Era el escenario perfecto pero faltaba el drama. Nuestro buen colega

Primo Guerrero, corresponsal de El Espectador, hacía la siesta a la bartola en

una hamaca primaveral bajo la enramada de su casa, como si el silencio que lo

rodeaba fuera la paz de los sepulcros. La franqueza con que nos explicó su

desidia no podía ser más objetiva.

Después de las manifestaciones de los primeros días la tensión había decaído

por falta de temas. Se montó entonces una movilización de todo el pueblo con

técnicas teatrales, se hicieron algunas fotos que no se publicaron por no ser muy

creíbles y se pronunciaron los discursos patrióticos que en efecto sacudieron el

país, pero el gobierno permaneció imperturbable. Primo Guerrero, con una

flexibilidad ética que quizás hasta Dios se la hay a perdonado, mantuvo la protesta

viva en la prensa a puro pulso de telegramas.

Nuestro problema profesional era simple: no habíamos emprendido aquella

expedición de Tarzán para informar que la noticia no existía. En cambio,

teníamos a la mano los medios para que fuera cierta y cumpliera su propósito.

Primo Guerrero propuso entonces armar una vez más la manifestación portátil, y

a nadie se le ocurrió una idea mejor. Nuestro colaborador más entusiasta fue el

capitán Luis A. Cano, el nuevo gobernador nombrado por la renuncia airada del

anterior, y tuvo la entereza de demorar el avión para que el periódico recibiera a

tiempo las fotos calientes de Guillermo Sánchez. Fue así como la noticia

inventada por necesidad terminó por ser la única cierta, magnificada por la

prensa y la radio de todo el país y atrapada al vuelo por el gobierno militar para

salvar la cara. Esa misma noche se inició una movilización general de los

políticos chocoanos —algunos de ellos muy influy entes en ciertos sectores del

país— y dos días después el general Rojas Pinilla declaró cancelada su propia

determinación de repartir el Chocó a pedazos entre sus vecinos.

Guillermo Sánchez y y o no regresamos a Bogotá de inmediato porque

convencimos al periódico de que nos permitiera recorrer el interior del Chocó

para conocer a fondo la realidad de aquel mundo fantástico. Al cabo de diez días

de silencio, cuando entramos curtidos por el sol y cay éndonos de sueño en la sala

de redacción, José Salgar nos recibió feliz pero en su ley.

—¿Ustedes saben —nos preguntó con su certeza imbatible— cuánto hace que

se acabó la noticia del Chocó?

La pregunta me enfrentó por primera vez a la condición mortal del

periodismo. En efecto, nadie había vuelto a interesarse por el Chocó desde que se

publicó la decisión presidencial de no descuartizarlo. Sin embargo, José Salgar

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