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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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Harto de tanto oírlo, le había gritado:

—¡Cuál guerra, carajo!

—No se haga el pendejo, Gabo —me soltó de un golpe la verdad—, que a

usted mismo le oigo decir a cada rato que este país está en guerra desde la

Independencia.

En la madrugada del martes 21 de septiembre se presentó en la redacción

vestido más como un guerrero que como un reportero gráfico, con cámaras y

bolsos colgados por todo el cuerpo para irnos a cubrir una guerra amordazada. La

primera sorpresa fue que al Chocó se llegaba desde antes de salir de Bogotá por

un aeropuerto secundario sin servicios de ninguna clase, entre escombros de

camiones muertos y aviones oxidados. El nuestro, todavía vivo por artes de

magia, era uno de los Catalina legendarios de la segunda guerra mundial operado

para carga por una empresa civil. No tenía sillas. El interior era escueto y

sombrío, con pequeñas ventanas nubladas y cargado de bultos de fibras para

fabricar escobas. Eramos los únicos pasajeros. El copiloto en mangas de camisa,

joven y apuesto como los aviadores de cine, nos enseñó a sentarnos en los bultos

de carga que le parecieron más confortables. No me reconoció, pero yo sabía

que había sido un beisbolista notable de las ligas de La Matuna en Cartagena.

El decolaje fue aterrador, aun para un pasajero tan rejugado como

Guillermo Sánchez, por el bramido atronador de los motores y el estrépito de

chatarra del fuselaje, pero una vez estabilizado en el cielo diáfano de la sabana se

deslizó con los redaños de un veterano de guerra. Sin embargo, más allá de la

escala de Medellín nos sorprendió un aguacero diluviano sobre una selva

enmarañada entre dos cordilleras y tuvimos que entrarle de frente. Entonces

vivimos lo que tal vez muy pocos mortales han vivido: llovió dentro del avión por

las goteras del fuselaje. El copiloto amigo, saltando por entre los bultos de

escobas, nos llevó los periódicos del día para que los usáramos como paraguas.

Yo me cubrí con el mío hasta la cara no tanto para protegerme del agua como

para que no me vieran llorar de terror.

Al término de unas dos horas de suerte y azar el avión se inclinó sobre su

izquierda, descendió en posición de ataque sobre una selva maciza y dio dos

vueltas exploratorias sobre la plaza principal de Quibdó. Guillermo Sánchez,

preparado para captar desde el aire la manifestación exhausta por el desgaste de

las vigilias, no encontró sino la plaza desierta. El anfibio destartalado dio una

última vuelta para comprobar que no había obstáculos vivos ni muertos en el río

Atrato apacible y completó el acuatizaje feliz en el sopor del mediodía.

La iglesia remendada con tablas, las bancas de cemento embarradas por los

pájaros y una mula sin dueño que triscaba de las ramas de un árbol gigantesco

eran los únicos signos de la existencia humana en la plaza polvorienta y solitaria

que a nada se parecía tanto como a una capital africana. Nuestro primer

propósito era tomar fotos urgentes de la muchedumbre en pie de protesta y

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