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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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contagiarles mis reticencias a los colaboradores. Sin embargo, concedí aquella

primera entrevista para El Colombiano, y fue de una sinceridad suicida.

Hoy es incontable el número de entrevistas de que he sido víctima a lo largo

de cincuenta años y en medio mundo, y todavía no he logrado convencerme de

la eficacia del género, ni de ida ni de vuelta. La inmensa mayoría de las que no

he podido evitar sobre cualquier tema deberán considerarse como parte

importante de mis obras de ficción, porque sólo son eso: fantasías sobre mi vida.

En cambio, las considero invaluables, no para publicar, sino como material de

base para el reportaje, que aprecio como el género estelar del mejor oficio del

mundo.

De todos modos los tiempos no estaban para ferias. El gobierno del general

Rojas Pinilla, y a en conflicto abierto con la prensa y gran parte de la opinión

pública, había coronado el mes de septiembre con la determinación de repartir el

remoto y olvidado departamento del Chocó entre sus tres prósperos vecinos:

Antioquia, Caldas y Valle. A Quibdó, la capital, sólo podía llegarse desde Medellín

por una carretera de un solo sentido y en tan mal estado que hacían falta más de

veinte horas para ciento sesenta kilómetros. Las condiciones de hoy no son

mejores.

En la redacción del periódico dábamos por hecho que no había mucho que

hacer para impedir el descuartizamiento decretado por un gobierno en malos

términos con la prensa liberal. Primo Guerrero, el corresponsal veterano de El

Espectador en Quibdó, informó al tercer día que una manifestación popular de

familias enteras, incluidos los niños, había ocupado la plaza principal con la

determinación de permanecer allí a sol y sereno hasta que el gobierno desistiera

de su propósito. Las primeras fotos de las madres rebeldes con sus niños en

brazos fueron languideciendo al paso de los días por los estragos de la vigilia en la

población expuesta a la intemperie. Estas noticias las reforzábamos a diario en la

redacción con notas editoriales o declaraciones de políticos e intelectuales

chocoanos residentes en Bogotá, pero el gobierno parecía resuelto a ganar por la

indiferencia. Al cabo de varios días, sin embargo, José Salgar se acercó a mi

escritorio con su lápiz de titiritero y sugirió que me fuera a investigar qué era lo

que en realidad estaba sucediendo en el Chocó. Traté de resistir con la poca

autoridad que había ganado por el reportaje de Medellín, pero no me alcanzó

para tanto. Guillermo Cano, que escribía de espaldas a nosotros, gritó sin

mirarnos:

—¡Vay ase, Gabo, que las del Chocó son mejores que las que usted quería ver

en Haití!

De modo que me fui sin preguntarme siquiera cómo podía escribirse un

reportaje sobre una manifestación de protesta que se negaba a la violencia. Me

acompañó el fotógrafo Guillermo Sánchez, quien desde hacía meses me

atormentaba con la cantaleta de que hiciéramos juntos reportajes de guerra.

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