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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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que desde el primer día, mientras se intentaban los rescates, estuvo a punto de

desprenderse una masa de rocas capaz de generar otra avalancha de cincuenta

mil metros cúbicos. Más de quince días después, con la ay uda de los

sobrevivientes reposados, pude reconstruir la historia que no habría sido posible

en su momento por las inconveniencias y torpezas de la realidad.

Mi tarea se redujo a rescatar la verdad perdida en un embrollo de

suposiciones contrapuestas y reconstruir el drama humano en el orden en que

había ocurrido, y al margen de todo cálculo político y sentimental. Álvaro Mutis

me había puesto en el camino recto cuando me mandó con la publicista Cecilia

Warren, que me ordenó los datos con que regresé del lugar del desastre. El

reportaje se publicó en tres capítulos, y tuvo al menos el mérito de despertar el

interés con dos semanas de retraso en una noticia olvidada, y de poner orden en

el desmadre de la tragedia.

Sin embargo, mi mejor recuerdo de aquellos días no es lo que hice sino lo que

estuve a punto de hacer, gracias a la imaginación delirante de mi viejo

compinche de Barranquilla, Orlando Rivera, Figurita, a quien me encontré de

manos a boca en uno de los pocos respiros de la investigación. Vivía en Medellín

desde hacía unos meses, y era feliz recién casado con Sol Santamaría, una

monja encantadora y de espíritu libre que él había ay udado a salir de un

convento de clausura después de siete años de pobreza, obediencia y castidad. En

una borrachera de las nuestras, Figurita me reveló que había preparado con su

esposa y por su cuenta y riesgo un plan magistral para sacar a Mercedes Barcha

de su internado. Un párroco amigo, famoso por sus artes de casamentero, estaría

listo para casarnos a cualquier hora. La única condición, por supuesto, era que

Mercedes estuviera de acuerdo, pero no encontramos el modo de consultarlo con

ella dentro de las cuatro paredes de su cautiverio. Hoy más que nunca me

remuerde la furia de no haber tenido arrestos para vivir aquel drama de folletín.

Mercedes, por su parte, no se enteró del plan hasta cincuenta y tantos años

después, cuando lo ley ó en los borradores de este libro.

Fue una de las últimas veces que vi a Figurita. En el carnaval de 1960,

disfrazado de tigre cubano, resbaló de la carroza que lo llevaba de regreso a su

casa de Baranoa después de la batalla de flores, y se desnucó en el pavimento

tapizado con los escombros y desperdicios del carnaval.

La segunda noche de mi trabajo sobre los derrumbes de Medellín me

esperaban en el hotel dos redactores del diario El Colombiano —tan jóvenes que

lo eran más que y o—, con el ánimo resuelto de hacerme una entrevista por mis

cuentos publicados hasta entonces. Les costó trabajo convencerme, porque desde

entonces tenía y sigo teniendo un prejuicio tal vez injusto contra las entrevistas,

entendidas como una sesión de preguntas y respuestas donde ambas partes hacen

esfuerzos por mantener una conversación reveladora. Padecí ese prejuicio en los

dos diarios en que había trabajado, y sobre todo en Crónica, donde traté de

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