Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez
« Magazine Dominical» , del mismo periódico, entre ellas varios cuentos y laserie completa de « La Sierpe» , que se había interrumpido en la revista Lámparapor discrepancias internas.Fue la primera bonanza de mi vida pero sin tiempo para disfrutarla. Elapartamento que alquilé amueblado y con servicio de lavandería no era más queun dormitorio con un baño, teléfono y desay uno en la cama, y una ventanagrande con la llovizna eterna de la ciudad más triste del mundo. Sólo lo usé paradormir desde las tres de la madrugada, al cabo de una hora de lectura, hasta losnoticieros de radio de la mañana para orientarme con la actualidad del nuevo día.No dejé de pensar con cierta inquietud que era la primera vez que tenía un lugarfijo y propio para vivir pero sin tiempo ni siquiera para darme cuenta. Estaba tanocupado en sortear mi nueva vida, que mi único gasto notable fue el bote deremos que cada fin de mes le mandé puntual a la familia. Sólo hoy caigo en lacuenta de que apenas si tuve tiempo de ocuparme de mi vida privada. Tal vezporque sobrevivía dentro de mí la idea de las madres caribes, de que lasbogotanas se entregaban sin amor a los costeños sólo por cumplir el sueño devivir frente al mar. Sin embargo, en mi primer apartamento de soltero en Bogotálo logré sin riesgos, desde que pregunté al portero si estaban permitidas las visitasde amigas de medianoche, y él me dio su respuesta sabia:—Está prohibido, señor, pero y o no veo lo que no debo.A fines de julio, sin aviso previo, José Salgar se plantó frente a mi mesamientras escribía una nota editorial y me miró con un largo silencio. Interrumpíen mitad de una frase, y le dije intrigado:—¡Qué es la vaina!Él ni siquiera parpadeó, jugando al bolero invisible con su lápiz de color, ycon una sonrisa diabólica cuy a intención se notaba demasiado. Me explicó sinpreguntárselo que no me había autorizado el reportaje de la matanza deestudiantes en la carrera Séptima porque era una información difícil para unprimíparo. En cambio, me ofreció por su cuenta y riesgo el diploma dereportero, de un modo directo pero sin el menor ánimo de desafío, si era capazde aceptarle una propuesta mortal:—¿Por qué no se va a Medellín y nos cuenta qué carajo fue lo que pasó allá?No fue fácil entenderlo, porque me estaba hablando de algo que habíasucedido hacía más de dos semanas, lo cual permitía sospechar que fuera unfiambre sin salvación. Se sabía que el 12 de julio en la mañana había habido underrumbe de tierras en La Media Luna, un lugar abrupto en el norte de Medellín,pero el escándalo de la prensa, el desorden de las autoridades y el pánico de losdamnificados habían causado unos embrollos administrativos y humanitarios queno dejaban ver la realidad. Salgar no me pidió que tratara de establecer lo quehabía pasado hasta donde fuera posible, sino que me ordenó de plano reconstruirtoda la verdad sobre el terreno, y nada más que la verdad, en el mínimo de
tiempo. Sin embargo, algo en su modo de decirlo me hizo pensar que por fin mesoltaba la rienda.Hasta entonces, lo único que el mundo entero sabía de Medellín era que allíhabía muerto Carlos Gardel, carbonizado en una catástrofe aérea. Yo sabía queera una tierra de grandes escritores y poetas, y que allí estaba el colegio de laPresentación donde Mercedes Barcha había empezado a estudiar aquel año. Anteuna misión tan delirante, y a no me parecía nada irreal reconstruir pieza por piezala hecatombe de una montaña. Así que aterricé en Medellín a las once de lamañana, con una tormenta tan pavorosa que alcancé a hacerme la ilusión de serla última víctima del derrumbe.Dejé la maleta en el hotel Nutibara con ropa para dos días y una corbata deemergencia, y me eché a la calle, en una ciudad idílica todavía encapotada porlos saldos de la borrasca. Álvaro Mutis me acompañó para ay udarme asobrellevar el miedo al avión, y me dio pistas de gente bien colocada en la vidade la ciudad. Pero la verdad sobrecogedora era que no tenía ni idea de por dóndeempezar. Caminé al azar por las calles radiantes bajo la harina de oro de un solespléndido después de la tormenta, y al cabo de una hora tuve que refugiarme enel primer almacén porque volvió a llover por encima del sol. Entonces empecé asentir dentro del pecho los primeros aleteos del pánico. Traté de reprimirlos conla fórmula mágica de mi abuelo en medio del combate, pero el miedo al miedoacabó de tumbarme la moral. Me di cuenta de que nunca sería capaz de hacer loque me habían encargado y no había tenido el coraje para decirlo. Entoncescomprendí que lo único sensato era escribirle una carta de agradecimiento aGuillermo Cano, y regresar a Barranquilla al estado de gracia en que meencontraba hacía seis meses.Con el inmenso alivio de haber salido del infierno tomé un taxi para regresaral hotel. El noticiero del mediodía hizo un largo comentario a dos voces como silos derrumbes hubieran sido ayer. El chofer se desahogó casi a gritos contra lanegligencia del gobierno y el mal manejo de los auxilios a los damnificados, y dealgún modo me sentí culpable de su justa rabia. Pero entonces había vuelto aescampar y el aire se hizo diáfano y fragante por la explosión de flores en elparque Berrío. De pronto, no sé por qué, sentí el zarpazo de la locura.—Hagamos una cosa —le dije al chofer—: Antes de pasar por el hotel,lléveme al lugar de los derrumbes.—Pero allá no hay nada que ver —me dijo él—. Sólo las velas encendidas ylas crucecitas para los muertos que no pudieron desenterrar.Así caí en la cuenta de que tanto las víctimas como los sobrevivientes eran dedistintos lugares de la ciudad, y éstos la habían atravesado en masa para rescatarlos cuerpos de los caídos en el primer derrumbe. La tragedia grande fue cuandolos curiosos desbordaron el lugar y otra parte de la montaña se deslizó en unaavalancha arrasadora. De modo que los únicos que pudieron contar el cuento
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tiempo. Sin embargo, algo en su modo de decirlo me hizo pensar que por fin me
soltaba la rienda.
Hasta entonces, lo único que el mundo entero sabía de Medellín era que allí
había muerto Carlos Gardel, carbonizado en una catástrofe aérea. Yo sabía que
era una tierra de grandes escritores y poetas, y que allí estaba el colegio de la
Presentación donde Mercedes Barcha había empezado a estudiar aquel año. Ante
una misión tan delirante, y a no me parecía nada irreal reconstruir pieza por pieza
la hecatombe de una montaña. Así que aterricé en Medellín a las once de la
mañana, con una tormenta tan pavorosa que alcancé a hacerme la ilusión de ser
la última víctima del derrumbe.
Dejé la maleta en el hotel Nutibara con ropa para dos días y una corbata de
emergencia, y me eché a la calle, en una ciudad idílica todavía encapotada por
los saldos de la borrasca. Álvaro Mutis me acompañó para ay udarme a
sobrellevar el miedo al avión, y me dio pistas de gente bien colocada en la vida
de la ciudad. Pero la verdad sobrecogedora era que no tenía ni idea de por dónde
empezar. Caminé al azar por las calles radiantes bajo la harina de oro de un sol
espléndido después de la tormenta, y al cabo de una hora tuve que refugiarme en
el primer almacén porque volvió a llover por encima del sol. Entonces empecé a
sentir dentro del pecho los primeros aleteos del pánico. Traté de reprimirlos con
la fórmula mágica de mi abuelo en medio del combate, pero el miedo al miedo
acabó de tumbarme la moral. Me di cuenta de que nunca sería capaz de hacer lo
que me habían encargado y no había tenido el coraje para decirlo. Entonces
comprendí que lo único sensato era escribirle una carta de agradecimiento a
Guillermo Cano, y regresar a Barranquilla al estado de gracia en que me
encontraba hacía seis meses.
Con el inmenso alivio de haber salido del infierno tomé un taxi para regresar
al hotel. El noticiero del mediodía hizo un largo comentario a dos voces como si
los derrumbes hubieran sido ayer. El chofer se desahogó casi a gritos contra la
negligencia del gobierno y el mal manejo de los auxilios a los damnificados, y de
algún modo me sentí culpable de su justa rabia. Pero entonces había vuelto a
escampar y el aire se hizo diáfano y fragante por la explosión de flores en el
parque Berrío. De pronto, no sé por qué, sentí el zarpazo de la locura.
—Hagamos una cosa —le dije al chofer—: Antes de pasar por el hotel,
lléveme al lugar de los derrumbes.
—Pero allá no hay nada que ver —me dijo él—. Sólo las velas encendidas y
las crucecitas para los muertos que no pudieron desenterrar.
Así caí en la cuenta de que tanto las víctimas como los sobrevivientes eran de
distintos lugares de la ciudad, y éstos la habían atravesado en masa para rescatar
los cuerpos de los caídos en el primer derrumbe. La tragedia grande fue cuando
los curiosos desbordaron el lugar y otra parte de la montaña se deslizó en una
avalancha arrasadora. De modo que los únicos que pudieron contar el cuento