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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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cadáveres como túmulos de piedra bajo sábanas percudidas. Los tres seguimos al

guardián parsimonioso hasta la penúltima mesa del fondo. Bajo el extremo de la

sábana sobresalían las suelas de unas botitas tristes, con las herraduras de los

tacones muy gastadas por el uso. La mujer las reconoció, se puso lívida, pero se

sobrepuso con su último aliento hasta que el guardián quitó la sábana con una

revolera de torero. El cuerpo de unos nueve años, con los ojos abiertos y atónitos,

tenía la misma ropa arrastrada con que lo encontraron muerto de varios días en

una zanja del camino. La madre lanzó un aullido y se derrumbó dando gritos por

el suelo. Felipe la levantó, la dominó con murmullos de consuelo, mientras y o me

preguntaba si todo aquello merecía ser el oficio con que y o soñaba. Eduardo

Zalamea me confirmó que no. También él pensaba que la crónica roja, con tanto

arraigo en los lectores, era una especialidad difícil que requería una índole propia

y un corazón a toda prueba. Nunca más la intenté.

Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había

ocurrido que pudiera serlo, pero en el teatro Oly mpia de don Antonio Daconte en

Aracataca y luego en la escuela ambulante de Álvaro Cepeda había vislumbrado

los elementos de base para escribir notas de orientación cinematográfica con un

criterio más útil que el usual hasta entonces en Colombia. Ernesto Volkening, un

gran escritor y crítico literario alemán radicado en Bogotá desde la guerra

mundial, transmitía por la Radio Nacional un comentario sobre películas de

estreno, pero estaba limitado a un auditorio de especialistas. Había otros

comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis

Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el

primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando

Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo,

que tuvo la credencial número uno. Había en el país un público inmenso para las

grandes películas de acción y los dramas de lágrimas, pero el cine de calidad

estaba circunscrito a los aficionados cultos y los exhibidores se arriesgaban cada

vez menos con películas que duraban tres días en cartel. Rescatar un público

nuevo de esa muchedumbre sin rostro requería una pedagogía difícil pero posible

para promover una clientela accesible a las películas de calidad y ay udar a los

exhibidores que querían pero no lograban financiarlas. El inconveniente mayor

era que éstos mantenían sobre la prensa la amenaza de suspender los anuncios de

cine —que eran un ingreso sustancial para los periódicos— como represalia por

la crítica adversa. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo, y me

encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una

cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontifical. Una

precaución tomada por acuerdo común fue que llevara siempre mi pase de favor

intacto, como prueba de que entraba con el boleto comprado en la taquilla.

Las primeras notas tranquilizaron a los exhibidores porque comentaban

películas de una buena muestra de cine francés. Entre ellas, Puccini, una extensa

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