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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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choque callejero de civiles contra el gobierno de las Fuerzas Armadas. Desde

donde yo estaba sólo se oían los gritos de la discusión entre los estudiantes que

trataban de proseguir hasta el Palacio Presidencial y los militares que lo

impedían. En medio de la multitud no alcanzamos a entender lo que se gritaban,

pero la tensión se percibía en el aire. De pronto, sin advertencia alguna, se oy ó

una ráfaga de metralla y otras dos sucesivas. Varios estudiantes y algunos

transeúntes fueron muertos en el acto. Los sobrevivientes que trataron de llevar

heridos al hospital fueron disuadidos a culatazos de fusil. La tropa desalojó el

sector y cerró las calles. En la estampida volví a vivir en unos segundos todo el

horror del 9 de abril, a la misma hora y en el mismo lugar.

Subí casi a la carrera las tres cuadras empinadas hacia la casa de El

Espectador y encontré a la redacción en zafarrancho de combate. Conté

atragantado lo que había podido ver en el sitio de la matanza, pero el que menos

sabía estaba y a escribiendo al vuelo la primera crónica sobre la identidad de los

nueve estudiantes muertos y el estado de los heridos en los hospitales. Estaba

seguro de que me ordenarían contar el atropello por ser el único que lo vio, pero

Guillermo Cano y José Salgar estaban y a de acuerdo en que debía ser un

informe colectivo en el que cada quien pusiera lo suy o. El redactor responsable,

Felipe González Toledo, le impondría la unidad final.

—Esté tranquilo —me dijo Felipe, preocupado por mi desilusión—. La gente

sabe que aquí todos trabajamos en todo aunque no lleve firma.

Por su parte, Ulises me consoló con la idea de que la nota editorial que yo

debía escribir podía ser lo más importante por tratarse de un gravísimo problema

de orden público. Tuvo razón, pero fue una nota tan delicada y tan

comprometedora de la política del periódico, que se escribió a varias manos en

los niveles más altos. Creo que fue una lección justa para con todos, pero a mí

me pareció descorazonadora. Aquél fue el final de la luna de miel entre el

gobierno de las Fuerzas Armadas y la prensa liberal. Había empezado ocho

meses antes con la toma del poder por el general Rojas Pinilla, que le permitió un

suspiro de alivio al país después del baño de sangre de dos gobiernos

conservadores sucesivos, y duró hasta aquel día. Para mí fue también una prueba

de fuego en mis sueños de reportero raso.

Poco después se publicó la foto del cadáver de un niño sin dueño que no

habían podido identificar en el anfiteatro de Medicina Legal y me pareció igual a

la de otro niño desaparecido que se había publicado días antes. Se las mostré al

jefe de la sección judicial, Felipe González Toledo, y él llamó a la madre del

primer niño que aún no había sido encontrado. Fue una lección para siempre. La

madre del niño desaparecido nos esperaba a Felipe y a mí en el vestíbulo del

anfiteatro. Me pareció tan pobre y disminuida que hice un esfuerzo supremo del

corazón para que el cadáver no fuera el de su niño. En el largo sótano glacial,

bajo una iluminación intensa, había unas veinte mesas dispuestas en batería con

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