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Vivir para contarla - Gabriel Garcia Marquez

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mejor espacio de la página editorial —« La ciudad y el mundo» — con el

seudónimo de Ulises, no por Homero —como él solía precisarlo—, sino por

James Joy ce.

Álvaro Mutis debía hacer un viaje de trabajo a Puerto Príncipe por los

primeros días del nuevo año, y me invitó a que lo acompañara. Haití era

entonces el país de mis sueños después de haber leído El reino de este mundo, de

Alejo Carpentier. Aún no le había contestado el 18 de febrero, cuando escribí una

nota sobre la reina madre de Inglaterra perdida en la soledad del inmenso palacio

de Buckingham. Me llamó la atención que la publicaran en el primer lugar de

« Día a día» y se hubiera comentado bien en nuestras oficinas. Esa noche, en

una fiesta de pocos en casa del jefe de redacción, José Salgar, Eduardo Zalamea

hizo un comentario aún más entusiasta. Algún infidente benévolo me dijo más

tarde que esa opinión había disipado las últimas reticencias para que la dirección

me hiciera la oferta formal de un empleo fijo.

Al día siguiente muy temprano me llamó Álvaro Mutis a su oficina para

darme la triste noticia de que estaba cancelado el viaje a Haití. Lo que no me

dijo fue que lo había decidido por una conversación casual con Guillermo Cano,

en la que éste le pidió de todo corazón que no me llevara a Puerto Príncipe.

Álvaro, que tampoco conocía Haití, quiso saber el motivo. « Pues cuando lo

conozcas —le dijo Guillermo— vas a entender que ésa es la vaina que más

puede gustarle a Gabo en el mundo» . Y remató la tarde con una verónica

magistral:

—Si Gabo va a Haití no regresará más nunca.

Álvaro entendió, canceló el viaje, y me lo hizo saber como una decisión de su

empresa. Así que nunca conocí Puerto Príncipe, pero no supe los motivos reales

hasta hace muy pocos años, cuando Álvaro me los contó en una más de nuestras

interminables memoraciones de abuelos. Guillermo, por su parte, una vez que

me tuvo amarrado con un contrato en el periódico, me reiteró durante años que

pensara en el gran reportaje de Haití, pero nunca pude ir ni le dije por qué.

Jamás se me hubiera pasado por la mente la ilusión de ser redactor de planta

de El Espectador. Entendía que publicaran mis cuentos, por la escasez y la

pobreza del género en Colombia, pero la redacción diaria en un vespertino era un

desafío bien distinto para alguien poco curtido en el periodismo de choque. Con

medio siglo de edad, criado en una casa alquilada y en las maquinarias sobrantes

de El Tiempo —un periódico rico, poderoso y prepotente—, El Espectador era un

modesto vespertino de dieciséis páginas apretujadas, pero sus cinco mil

ejemplares mal contados se los arrebataban a los voceadores casi en las puertas

de los talleres, y se leían en media hora en los cafés taciturnos de la ciudad vieja.

Eduardo Zalamea Borda en persona había declarado a través de la BBC de

Londres que era el mejor periódico del mundo. Pero lo más comprometedor no

era la declaración misma, sino que casi todos los que lo hacían y muchos de

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